Análisis del monólogo de Fray Lorenzo. Escena tercera del Acto II
Si buscáramos una caracterización de Fray Lorenzo, el discurso acotacional no nos indicaría gran cosa: tan sólo se nos dice que lleva una cesta. Pero si atendiéramos al conjunto total de la obra estudiada, descubriremos una serie de valoraciones positivas que, en relación a él, el autor coloca en boca de varios personajes (“venerable y santo hombre”, “buen consejero”, “guía espiritual”). Además, vale recordar el importante papel que cumple dentro de la trama argumental: conocedor del amor entre Romeo y Julieta (a quienes los casa en una ceremonia secreta, ya que la situación de las familias Montesco y Capuleto no lo permitiría en público), busca la forma apropiada para que los jóvenes amantes puedan estar juntos, una vez que Romeo ha sido desterrado por matar a su primo Tibaldo. Y creyendo encontrar la solución de ese problema, el sacerdote termina por provocar -a su pesar- el final trágico de ambos, gracias a una sucesión de situaciones equívocas y desencuentros. Sin embargo, es de destacar algunos aspectos de su psicología que se transparentan en la lectura de la escena tres del Acto Segundo, y que Gustav Landauer -crítico literario alemán de principios del siglo XX- describe a la perfección: “este franciscano del auge del Renacimiento es uno de los más hermosos personajes de Shakespeare. Comparte una doble condición que es la de ser un hombre de mundo sabio a la vez que un sabio hombre de mundo, que conoce para toda pena un único remedio: la filosofía. Para este sacerdote, la tierra y el cielo, el amor sensual y la razón, todo es uno; todo se da cita en el alma del hombre de bien, que se domina y mide sus pasos. Es un racionalista lleno de sentimiento y de humanismo, y como es conocedor de la naturaleza y de sus fuerzas saludables, así es conocedor de las almas y domador de las almas”. En otros términos, vemos en Fray Lorenzo al único que trata de mantener el equilibrio entre las fuerzas contrarias que dominan la naturaleza humana en un entorno altamente conflictivo. Se podría, incluso, decir, que es la mejor representación de la razón pre-moderna (estamos hablando de un contexto histórico-filosófico preciso, que es el siglo XVI) en un entramado de personajes movidos por el vaivén de sus pasiones. Recuérdese este fragmento gnómico del monólogo que estamos analizando y que más adelante volveremos a tomar: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”.
Espacialmente, el discurso acotacional nos ubica en una celda, o sea un lugar cerrado (ya hemos comentado en la escena dos del Acto segundo las connotaciones simbólicas que este tipo de lugar contiene). Obviamente, si relacionamos la denominación del personaje que domina esta escena con la palabra “celda”, veremos que no se corresponde con el sentido de prisión o cárcel y sí con el de habitación pequeña, propia de los conventos. Por lo tanto, a modo de redundancia, se nos vuelve a indicar la categoría social de Fray Lorenzo. Además, leyendo con atención su parlamento, lo vemos de regreso de un paseo al amanecer en busca de hierbas, estableciendo así la coordenada temporal en el uso de la siguiente perífrasis: “Las nubes de Oriente se tiñen de luz y el ojo de la mañana sonríe a la Naturaleza. La noche se retira; las sombras, ya transparentes, huyen y ruedan confusas hacia Occidente, como un hombre ebrio que vacila al andar. El carro con ruedas de fuego avanza, trazando al día su camino”. Vale preguntarse por qué se insiste tanto en esta modalidad descriptiva del lenguaje: si tomamos en cuenta la caracterización del teatro isabelino, veremos que, más que de escenotecnia, se echa mano de elementos decorativos esquemáticos para indicar la ambientación de la acción. De ahí la relevancia de los objetos para la configuración simbólica y afectiva de la representación, así como la ubicación de las diversas escenas de una obra. Los objetos se pueblan de este modo de una referencialidad múltiple. Si los personajes llevan antorchas en la mano (véase la escena cuatro del Acto Primero) es que se trata de una escena nocturna; simples arbustos en macetas nos trasladan a un bosque; el trono sitúa la acción en palacio; la corona será símbolo de realeza; la cesta llena de hierbas y flores (que es nuestro caso específico) plantea la condición de boticario que nuestro personaje en cuestión ejerce -aparte de llevar un vestuario que indique su pertenencia al clero. Esta ausencia de decorado (debido a motivos generalmente económicos) y, por consiguiente, de localización referencial de la acción, es suplida por el propio texto, encargado de decir dónde y cuándo se la sitúa a cada momento. Cuando el dramaturgo no lo indicaba así, solía hacerlo el actor de turno, hecho observable en esta escena a través del uso de la perífrasis citada, lo que permite una gran agilidad en la acción, evitando interrupciones bruscas entre las escenas.
Al analizar el texto anterior (o sea, el encuentro nocturno de los jóvenes amantes) desde un enfoque estructural, se caracterizó al monólogo como modalidad teatral que consiste en presentar el discurso de un solo hablante, erigiéndose también como lenguaje interiorizado entre un yo locutor y un yo receptor. Con frecuencia el yo locutor es el único que habla, pero el yo receptor permanece presente; o sea, su presencia es necesaria y suficiente para volver significativa la enunciación del yo locutor. También habíamos afirmado que, aparte de romper la objetividad del drama y abrir una especie de paréntesis en la acción, el monólogo generalmente aparece cuando el (o los) protagonista(s) descubre(n) una lucha de conciencia o llevan a cabo el repaso de su situación. Si bien esta observación corresponde perfectamente a Romeo y Julieta en tanto personajes, necesita alguna especificación en relación a Fray Lorenzo.
Su monólogo no se caracteriza por ser lírico, es decir, no expresa precisamente sentimientos y emociones. Para ser exactos, Fray Lorenzo plantea una serie de consideraciones sobre una temática presente en la filosofía europea del período renacentista: el naturalismo, o sea el interés por la indagación directa de la naturaleza ya que en ella se refleja el misterio de la complejidad del alma humana. En consecuencia, el parlamento de Fray Lorenzo se acerca a un discurrir poético/filosófico; o, como diría Wolfgang Kayser en su libro “Interpretación y análisis de la obra literaria”, nos encontramos frente a un modelo de monólogo reflexivo. Su discurso refleja una ilación argumentativa que se contrapone a los anacolutos de Romeo y a la pasionalidad -aparentemente serena- de Julieta.
Los recursos estilísticos empleados aquí van configurando aquello de la racionalidad oximorónica, que se alimenta –literariamente hablando- de la estética barroca. Las antítesis abundan y confirman tal planteo, como es de observar en el siguiente ejemplo: “Madre de todos los seres, la tierra los sepulta a todos; la tierra, que todo lo produce, es la tumba inmensa adonde todo va a parar. Es ataúd y es matriz. La vida y la muerte se confunden...” Surgidas de los tratados místicos medievales y ampliados sus sentidos en la poética de Petrarca, la antítesis y el oxímoron plantean la búsqueda de una verdad más amplia al unir dos conceptos o razonamientos contradictorios, ya que todo se reduce a un dualismo presente en la realidad que sólo se lo resuelve asumiéndolo: no existe lo bueno o lo malo, la luz o la oscuridad. Lo que sí existe es lo bueno y lo malo, lo luminoso y lo oscuro. Si se quiere, estamos aquí frente a un rechazo de la lógica aristotélica: recuérdese que la maquinaria de la deducción lógica fue establecida por el filósofo griego con los principios de la identidad, la no-contradicción y el tercero excluido. El principio de identidad afirma que toda cosa es igual a sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el principio de la no-contradicción, ninguna cosa puede ser y no ser. A no puede ser B y, al mismo tiempo, no ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Al principio del tercero excluido la lógica tradicional lo formuló así: o A es B, o A no es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o bien P es verdadera, o bien su negación (-P) lo es. Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la tercera está excluida. Sin embargo, Shakespeare pone en boca de Fray Lorenzo una modalidad de ver el mundo más amplia y más profunda, en el que la coincidencia de los opuestos no sólo se realiza en el universo, sino también en el hombre. Esta posición implica una superación del modo común de razonar que se funda en el principio de la no-contradicción: Nicolás de Cusa, filósofo alemán del siglo XV, justifica esa nueva modalidad de la razón distinguiendo los siguientes grados de conocimiento: a) la percepción sensorial es siempre positiva o afirmativa; b) después, la razón establece la diferencia, mantiene los opuestos separados, afirmando y negando, de acuerdo con el principio de la no-contradicción; y c) en fin, el intelecto eleva la afirmación y la negación para la coincidencia de los opuestos. Esta teorización explicita una razón transversal, o sea, una razón que supera la linealidad que siempre simplifica los hechos (y, por lo tanto, los falsea), a la vez que es capaz de hacer “pliegues” o “doblajes”. La palabra latina para el término “pliegue” es plica. Por eso, en los juegos verbales que Nicolás de Cusa utiliza en su sistema de pensamiento (com-plicar, ex-plicar, u otras como im-plicar, multi-plicar) está subyacente una razón no-lineal. Aquí se exigen “en-doblamientos” y “des-doblamientos” que articulen el mundo en ese entrecruzamientos de polaridades y referencias que constituyen su riqueza. La razón lineal (propia de la lógica aristotélica) es sustentada por una lógica de una única superficie, que no es capaz de com-plicar la realidad, aceptarla en su verdadero ser, pues la misma se manifestará constantemente en toda su contradicción. O, como diría Fray Lorenzo, “no hay un objeto terrestre, por innoble que sea, que no tenga su cualidad secreta; no hay un objeto, por benéfico y precioso que parezca, que no se descomponga, y rebelándose contra su origen, no pueda llegar a ser funesto”.
Nuestro personaje acepta que la naturaleza abarque, como principio que es de cambio y movimiento, la presencia complementaria de los opuestos mencionados en la cita. Ahora bien, si se pretende regir sobre ella y sacar provecho, debe tenerse en cuenta la dosis, el cómo utilizar lo que la tierra prodiga generosamente: “En este ligero cáliz, en esta frágil flor, se ocultan a la vez la muerte y la vida, el veneno y el deleite. Su suave perfume embelesa los sentidos y los excita, y si se gusta su peligroso jugo, el corazón se hiela y el hombre muere”. Obviamente, queda en entrelíneas que, si bien el hombre reina sobre la creación entera, todo dependerá de las opciones que tome en relación a ella. La flor será portadora de daño, a la vez que será portadora de antídoto; dependerá de las intenciones de quien la use. De este modo, el amor de Romeo y Julieta provoca en ellos placer y éxtasis, pero los termina llevando a la muerte; este final trágico sería fruto de un desborde, de un exceso, de la misma manera que la sustancia que cura, en exceso mata. Por otro lado, algo similar sucede con la acción de Fray Lorenzo: lo que el concebía como un remedio para la situación de los amantes, termina por llevarlos a la muerte. Lo originalmente bueno siempre corre el riesgo de transformarse en malo. La tragedia como género dramático nace de una concepción en la que lo trágico es la naturaleza del ser humano. El cosmos, el universo, es un orden, posee determinado equilibrio; en el ser humano ese equilibrio es muy delicado, pues no hace parte del mundo natural del mismo modo que los demás seres, sino que posee razón y voluntad. Ellas hacen que el ser humano se eleve por sobre las otras especies, le permiten crear, transformar, pero el peligro no está en la naturaleza, sino justamente en la acción; modificar el orden tal como existe conlleva el riesgo del error. En este caso, la flor no es responsable de su veneno ni de su medicina, es el hombre quien extrae de ella lo bueno o lo malo; siempre es él el responsable, la naturaleza es inocente porque no actúa, cumple simplemente el ciclo que le fue dado. En otros términos, las palabras de Fray Lorenzo no son sólo reflexivas sobre la naturaleza humana, sino que resultan ser un buen ejemplo de prolepsis, pues anuncian aspectos importantes en el desenlace de la trama argumental. Lo que él considera como una posibilidad, se termina realizando.
Ahora bien, de estar de acuerdo con Fray Lorenzo, veremos que de su monólogo se desprende una valoración ética que nos remite ineludiblemente a San Agustín: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”. Antes de entrar en detalles, expliquemos lo que es “gracia” y “voluntad”: por “gracia” se entiende la donación que hace Dios al hombre con referencia a la salvación de su alma, independientemente de los méritos del hombre mismo. La voluntad, en cambio, se la concibe como el principio de toda acción, un conjunto de tendencias naturales que no están sometidas a la razón (algo similar, en lo que en el lenguaje actual, correspondería a lo instintivo). Teniendo claro estos aspectos, las dos últimas oraciones que encierran de manera conclusiva el texto estudiado afirman que la gracia divina se revela en el hombre como libertad, como búsqueda de la verdad y del bien, el alejamiento del error y del vicio, la aspiración a la impecabilidad final. El problema consiste en el momento mismo que “la potencia grosera nos domina”, o sea la voluntad, marcada por el pecado original que ha hecho de nuestra naturaleza un signo de corrupción. Quien se deje dominar por sus pasiones o sus tendencias últimas, tan sólo puede consumirse y echar a perder la salvación de su alma, hecho que aparece -desgraciadamente- en todos los personajes de la obra y, en especial, Romeo y Julieta cuando deciden suicidarse. La violencia y su tragicidad en el entorno de los jóvenes amantes (y que, a su vez, los devorará) somatizan ese aspecto destacado por Fray Lorenzo. Por eso la imagen de la flor surge en este monólogo no sólo como sinónimo metafórico de lo que implica el amor que Romeo y Julieta sienten, del carácter profético que adquieren las observaciones del sacerdote, sino también de la condición humana, no sólo por contener lo bueno y lo malo, sino también por su belleza y su fragilidad ante lo terrible de su destino.
Si buscáramos una caracterización de Fray Lorenzo, el discurso acotacional no nos indicaría gran cosa: tan sólo se nos dice que lleva una cesta. Pero si atendiéramos al conjunto total de la obra estudiada, descubriremos una serie de valoraciones positivas que, en relación a él, el autor coloca en boca de varios personajes (“venerable y santo hombre”, “buen consejero”, “guía espiritual”). Además, vale recordar el importante papel que cumple dentro de la trama argumental: conocedor del amor entre Romeo y Julieta (a quienes los casa en una ceremonia secreta, ya que la situación de las familias Montesco y Capuleto no lo permitiría en público), busca la forma apropiada para que los jóvenes amantes puedan estar juntos, una vez que Romeo ha sido desterrado por matar a su primo Tibaldo. Y creyendo encontrar la solución de ese problema, el sacerdote termina por provocar -a su pesar- el final trágico de ambos, gracias a una sucesión de situaciones equívocas y desencuentros. Sin embargo, es de destacar algunos aspectos de su psicología que se transparentan en la lectura de la escena tres del Acto Segundo, y que Gustav Landauer -crítico literario alemán de principios del siglo XX- describe a la perfección: “este franciscano del auge del Renacimiento es uno de los más hermosos personajes de Shakespeare. Comparte una doble condición que es la de ser un hombre de mundo sabio a la vez que un sabio hombre de mundo, que conoce para toda pena un único remedio: la filosofía. Para este sacerdote, la tierra y el cielo, el amor sensual y la razón, todo es uno; todo se da cita en el alma del hombre de bien, que se domina y mide sus pasos. Es un racionalista lleno de sentimiento y de humanismo, y como es conocedor de la naturaleza y de sus fuerzas saludables, así es conocedor de las almas y domador de las almas”. En otros términos, vemos en Fray Lorenzo al único que trata de mantener el equilibrio entre las fuerzas contrarias que dominan la naturaleza humana en un entorno altamente conflictivo. Se podría, incluso, decir, que es la mejor representación de la razón pre-moderna (estamos hablando de un contexto histórico-filosófico preciso, que es el siglo XVI) en un entramado de personajes movidos por el vaivén de sus pasiones. Recuérdese este fragmento gnómico del monólogo que estamos analizando y que más adelante volveremos a tomar: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”.
Espacialmente, el discurso acotacional nos ubica en una celda, o sea un lugar cerrado (ya hemos comentado en la escena dos del Acto segundo las connotaciones simbólicas que este tipo de lugar contiene). Obviamente, si relacionamos la denominación del personaje que domina esta escena con la palabra “celda”, veremos que no se corresponde con el sentido de prisión o cárcel y sí con el de habitación pequeña, propia de los conventos. Por lo tanto, a modo de redundancia, se nos vuelve a indicar la categoría social de Fray Lorenzo. Además, leyendo con atención su parlamento, lo vemos de regreso de un paseo al amanecer en busca de hierbas, estableciendo así la coordenada temporal en el uso de la siguiente perífrasis: “Las nubes de Oriente se tiñen de luz y el ojo de la mañana sonríe a la Naturaleza. La noche se retira; las sombras, ya transparentes, huyen y ruedan confusas hacia Occidente, como un hombre ebrio que vacila al andar. El carro con ruedas de fuego avanza, trazando al día su camino”. Vale preguntarse por qué se insiste tanto en esta modalidad descriptiva del lenguaje: si tomamos en cuenta la caracterización del teatro isabelino, veremos que, más que de escenotecnia, se echa mano de elementos decorativos esquemáticos para indicar la ambientación de la acción. De ahí la relevancia de los objetos para la configuración simbólica y afectiva de la representación, así como la ubicación de las diversas escenas de una obra. Los objetos se pueblan de este modo de una referencialidad múltiple. Si los personajes llevan antorchas en la mano (véase la escena cuatro del Acto Primero) es que se trata de una escena nocturna; simples arbustos en macetas nos trasladan a un bosque; el trono sitúa la acción en palacio; la corona será símbolo de realeza; la cesta llena de hierbas y flores (que es nuestro caso específico) plantea la condición de boticario que nuestro personaje en cuestión ejerce -aparte de llevar un vestuario que indique su pertenencia al clero. Esta ausencia de decorado (debido a motivos generalmente económicos) y, por consiguiente, de localización referencial de la acción, es suplida por el propio texto, encargado de decir dónde y cuándo se la sitúa a cada momento. Cuando el dramaturgo no lo indicaba así, solía hacerlo el actor de turno, hecho observable en esta escena a través del uso de la perífrasis citada, lo que permite una gran agilidad en la acción, evitando interrupciones bruscas entre las escenas.
Al analizar el texto anterior (o sea, el encuentro nocturno de los jóvenes amantes) desde un enfoque estructural, se caracterizó al monólogo como modalidad teatral que consiste en presentar el discurso de un solo hablante, erigiéndose también como lenguaje interiorizado entre un yo locutor y un yo receptor. Con frecuencia el yo locutor es el único que habla, pero el yo receptor permanece presente; o sea, su presencia es necesaria y suficiente para volver significativa la enunciación del yo locutor. También habíamos afirmado que, aparte de romper la objetividad del drama y abrir una especie de paréntesis en la acción, el monólogo generalmente aparece cuando el (o los) protagonista(s) descubre(n) una lucha de conciencia o llevan a cabo el repaso de su situación. Si bien esta observación corresponde perfectamente a Romeo y Julieta en tanto personajes, necesita alguna especificación en relación a Fray Lorenzo.
Su monólogo no se caracteriza por ser lírico, es decir, no expresa precisamente sentimientos y emociones. Para ser exactos, Fray Lorenzo plantea una serie de consideraciones sobre una temática presente en la filosofía europea del período renacentista: el naturalismo, o sea el interés por la indagación directa de la naturaleza ya que en ella se refleja el misterio de la complejidad del alma humana. En consecuencia, el parlamento de Fray Lorenzo se acerca a un discurrir poético/filosófico; o, como diría Wolfgang Kayser en su libro “Interpretación y análisis de la obra literaria”, nos encontramos frente a un modelo de monólogo reflexivo. Su discurso refleja una ilación argumentativa que se contrapone a los anacolutos de Romeo y a la pasionalidad -aparentemente serena- de Julieta.
Los recursos estilísticos empleados aquí van configurando aquello de la racionalidad oximorónica, que se alimenta –literariamente hablando- de la estética barroca. Las antítesis abundan y confirman tal planteo, como es de observar en el siguiente ejemplo: “Madre de todos los seres, la tierra los sepulta a todos; la tierra, que todo lo produce, es la tumba inmensa adonde todo va a parar. Es ataúd y es matriz. La vida y la muerte se confunden...” Surgidas de los tratados místicos medievales y ampliados sus sentidos en la poética de Petrarca, la antítesis y el oxímoron plantean la búsqueda de una verdad más amplia al unir dos conceptos o razonamientos contradictorios, ya que todo se reduce a un dualismo presente en la realidad que sólo se lo resuelve asumiéndolo: no existe lo bueno o lo malo, la luz o la oscuridad. Lo que sí existe es lo bueno y lo malo, lo luminoso y lo oscuro. Si se quiere, estamos aquí frente a un rechazo de la lógica aristotélica: recuérdese que la maquinaria de la deducción lógica fue establecida por el filósofo griego con los principios de la identidad, la no-contradicción y el tercero excluido. El principio de identidad afirma que toda cosa es igual a sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el principio de la no-contradicción, ninguna cosa puede ser y no ser. A no puede ser B y, al mismo tiempo, no ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Al principio del tercero excluido la lógica tradicional lo formuló así: o A es B, o A no es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o bien P es verdadera, o bien su negación (-P) lo es. Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la tercera está excluida. Sin embargo, Shakespeare pone en boca de Fray Lorenzo una modalidad de ver el mundo más amplia y más profunda, en el que la coincidencia de los opuestos no sólo se realiza en el universo, sino también en el hombre. Esta posición implica una superación del modo común de razonar que se funda en el principio de la no-contradicción: Nicolás de Cusa, filósofo alemán del siglo XV, justifica esa nueva modalidad de la razón distinguiendo los siguientes grados de conocimiento: a) la percepción sensorial es siempre positiva o afirmativa; b) después, la razón establece la diferencia, mantiene los opuestos separados, afirmando y negando, de acuerdo con el principio de la no-contradicción; y c) en fin, el intelecto eleva la afirmación y la negación para la coincidencia de los opuestos. Esta teorización explicita una razón transversal, o sea, una razón que supera la linealidad que siempre simplifica los hechos (y, por lo tanto, los falsea), a la vez que es capaz de hacer “pliegues” o “doblajes”. La palabra latina para el término “pliegue” es plica. Por eso, en los juegos verbales que Nicolás de Cusa utiliza en su sistema de pensamiento (com-plicar, ex-plicar, u otras como im-plicar, multi-plicar) está subyacente una razón no-lineal. Aquí se exigen “en-doblamientos” y “des-doblamientos” que articulen el mundo en ese entrecruzamientos de polaridades y referencias que constituyen su riqueza. La razón lineal (propia de la lógica aristotélica) es sustentada por una lógica de una única superficie, que no es capaz de com-plicar la realidad, aceptarla en su verdadero ser, pues la misma se manifestará constantemente en toda su contradicción. O, como diría Fray Lorenzo, “no hay un objeto terrestre, por innoble que sea, que no tenga su cualidad secreta; no hay un objeto, por benéfico y precioso que parezca, que no se descomponga, y rebelándose contra su origen, no pueda llegar a ser funesto”.
Nuestro personaje acepta que la naturaleza abarque, como principio que es de cambio y movimiento, la presencia complementaria de los opuestos mencionados en la cita. Ahora bien, si se pretende regir sobre ella y sacar provecho, debe tenerse en cuenta la dosis, el cómo utilizar lo que la tierra prodiga generosamente: “En este ligero cáliz, en esta frágil flor, se ocultan a la vez la muerte y la vida, el veneno y el deleite. Su suave perfume embelesa los sentidos y los excita, y si se gusta su peligroso jugo, el corazón se hiela y el hombre muere”. Obviamente, queda en entrelíneas que, si bien el hombre reina sobre la creación entera, todo dependerá de las opciones que tome en relación a ella. La flor será portadora de daño, a la vez que será portadora de antídoto; dependerá de las intenciones de quien la use. De este modo, el amor de Romeo y Julieta provoca en ellos placer y éxtasis, pero los termina llevando a la muerte; este final trágico sería fruto de un desborde, de un exceso, de la misma manera que la sustancia que cura, en exceso mata. Por otro lado, algo similar sucede con la acción de Fray Lorenzo: lo que el concebía como un remedio para la situación de los amantes, termina por llevarlos a la muerte. Lo originalmente bueno siempre corre el riesgo de transformarse en malo. La tragedia como género dramático nace de una concepción en la que lo trágico es la naturaleza del ser humano. El cosmos, el universo, es un orden, posee determinado equilibrio; en el ser humano ese equilibrio es muy delicado, pues no hace parte del mundo natural del mismo modo que los demás seres, sino que posee razón y voluntad. Ellas hacen que el ser humano se eleve por sobre las otras especies, le permiten crear, transformar, pero el peligro no está en la naturaleza, sino justamente en la acción; modificar el orden tal como existe conlleva el riesgo del error. En este caso, la flor no es responsable de su veneno ni de su medicina, es el hombre quien extrae de ella lo bueno o lo malo; siempre es él el responsable, la naturaleza es inocente porque no actúa, cumple simplemente el ciclo que le fue dado. En otros términos, las palabras de Fray Lorenzo no son sólo reflexivas sobre la naturaleza humana, sino que resultan ser un buen ejemplo de prolepsis, pues anuncian aspectos importantes en el desenlace de la trama argumental. Lo que él considera como una posibilidad, se termina realizando.
Ahora bien, de estar de acuerdo con Fray Lorenzo, veremos que de su monólogo se desprende una valoración ética que nos remite ineludiblemente a San Agustín: “...llevamos dentro de nosotros dos potencias enemigas: la gracia, que viene de Dios, y la voluntad, que proviene de nosotros. Cuando la potencia grosera nos domina, la muerte del alma nos devora y la flor se marchita y desaparece”. Antes de entrar en detalles, expliquemos lo que es “gracia” y “voluntad”: por “gracia” se entiende la donación que hace Dios al hombre con referencia a la salvación de su alma, independientemente de los méritos del hombre mismo. La voluntad, en cambio, se la concibe como el principio de toda acción, un conjunto de tendencias naturales que no están sometidas a la razón (algo similar, en lo que en el lenguaje actual, correspondería a lo instintivo). Teniendo claro estos aspectos, las dos últimas oraciones que encierran de manera conclusiva el texto estudiado afirman que la gracia divina se revela en el hombre como libertad, como búsqueda de la verdad y del bien, el alejamiento del error y del vicio, la aspiración a la impecabilidad final. El problema consiste en el momento mismo que “la potencia grosera nos domina”, o sea la voluntad, marcada por el pecado original que ha hecho de nuestra naturaleza un signo de corrupción. Quien se deje dominar por sus pasiones o sus tendencias últimas, tan sólo puede consumirse y echar a perder la salvación de su alma, hecho que aparece -desgraciadamente- en todos los personajes de la obra y, en especial, Romeo y Julieta cuando deciden suicidarse. La violencia y su tragicidad en el entorno de los jóvenes amantes (y que, a su vez, los devorará) somatizan ese aspecto destacado por Fray Lorenzo. Por eso la imagen de la flor surge en este monólogo no sólo como sinónimo metafórico de lo que implica el amor que Romeo y Julieta sienten, del carácter profético que adquieren las observaciones del sacerdote, sino también de la condición humana, no sólo por contener lo bueno y lo malo, sino también por su belleza y su fragilidad ante lo terrible de su destino.
2 comentarios:
Hola Martín!
Soy Julia y he leído algunos de tus comentarios. Me interesaría saber si tienes sobre acto 4 y 5.
Gracias
hola martin me encanto tus comentarios xfa me interesa saber si tienes sobre acto 4 y 5gracias....?
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