domingo, abril 16, 2006

Fausto, de Göethe.El titanismo y la magia como subversión del conocimiento

1- El “Sturm und Drang” y el movimiento romanticista
2- Goethe y el titanismo
3- Los orígenes de la leyenda. Fausto como personaje mítico. Las reelaboraciones literarias. Resumen argumental del texto estudiado
4- La Noche. Primer monólogo. Análisis y comentario


1 – EL STURM UND DRANG Y EL MOVIMIENTO ROMANTICISTA

La complejidad del Romanticismo, el gran movimiento cultural que desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX invade la literatura, las artes, el pensamiento filosófico, la mentalidad, las costumbres y los gustos de la civilización occidental, no se presta a una definición unívoca y coherente. En efecto, son múltiples y, a menudo, contradictorias las tendencias que entroncan con el concepto general de Romanticismo, con manifestaciones bastante diferentes según cuáles sean los países involucrados en diversa medida por el fenómeno.
El origen del término se remonta al adjetivo inglés “romantic”, neologismo introducido después de mediados del siglo XVII para indicar, en un sentido primordialmente peyorativo, el contenido sentimental y aventurero, apartado de la realidad, de los antiguos romances, con particular referencia a las reelaboraciones populares y en prosa de la materia épica y caballeresca. Sin embargo, a partir de comienzos del siglo XVIII, la palabra asume su otro sentido objetivo de «pintoresco» o «sugestivo», designando específicamente los escenarios naturales afines a los descritos en los romances: ambientes selváticos, lugares desiertos y desolados, ruinas antiguas y misteriosas. La segunda acepción va prevaleciendo progresivamente, trasladándose pronto de la realidad paisajística a los estados de ánimo que las vistas naturales pueden provocar en el contemplador. Paralela de alguna manera a la evolución de la palabra es la evolución de una nueva sensibilidad histórica y cultural, que se suele orientar hacia la categoría crítica del «prerromanticismo». Entre las manifestaciones iniciales de esta actitud, especialmente en lo que respecta a la compenetración entre naturaleza y sentimientos humanos, se señalan las composiciones de los poetas «nocturnos» ingleses.
Otro carácter significativo que surge del temperamento prerromántico es una concepción del hecho literario como modo conjunto de sentir y de vivir, que conduce a la revaloración de los genios poéticos del pasado más conformes con los dictados de la «naturaleza», contra los malentendidos y limitaciones de origen racionalista. Es determinante a este propósito la difusión del teatro de Shakespeare, con su mundo de poderosas pasiones y de ardiente espíritu de aventura. En un sentido análogo de plena y genuina libertad expresiva, se captan brotes prerrománticos en diversos momentos de la literatura europea del siglo XVIII. Junto a la fe ingenua en la virtud que inspira las novelas sentimentales inglesas se alinean, en Francia, el abandono a los impulsos del corazón de ciertas obras dramáticas y narrativas populares de la época, hasta llegar a la exaltación de la naturaleza y de la espontaneidad primitiva que con mucha mayor resonancia marca la producción de Rousseau.
Al propio tiempo, junto a estas tendencias que entran en la revaloración de la interioridad individual, se va afirmando en el prerromanticismo un creciente interés por las formas literarias que pueden referirse al alma de todo un pueblo: de ahí la recuperación de la peculiaridad cultural de cada nación, que en las zonas «nórdicas» (el caso específico de Alemania es el que nos interesa aquí) coincide con el rechazo de la tradicional mitología clásica greco-romana y el rescate recreador de sus propias leyendas y tradiciones. En Alemania, el redescubrimiento del patrimonio étnico, legendario y musical, va enriqueciéndose paulatinamente con nuevos contenidos y originales adquisiciones conceptuales: la exaltación del sentimiento como esencia de la inspiración poética y la interpretación del arte como «acción y movimiento» contra toda pretensión preceptista externa preparan el camino a la impetuosa erupción del “Sturm und Drang”, antecedente inmediato del romanticismo. Sin embargo, precisamente en el mundo alemán, el Sturm und Drang sienta las premisas más radicales para la afirmación de un movimiento romántico consciente e históricamente definido, a través de una serie de reivindicaciones programáticas: la identificación entre la energía vital del hombre y la fuerza creativa de la naturaleza, la poesía como «lengua madre» del género humano y, a la vez, específica de cada pueblo, el genio como libre intérprete de la belleza artística en su multiforme esencialidad.
Estas afirmaciones entroncan hasta tal punto con la poética del Romanticismo que, a menudo, provocarán en el extranjero la impresión de una identidad sustancial entre los dos movimientos. En cambio, como subrayan los mismos forjadores de la escuela romántica alemana en sus primeras enunciaciones teóricas, las diferencias son bastante marcadas y, en gran parte, debidas a los factores que, en el transcurso de unos pocos años, modifican profundamente las condiciones históricas de las dos experiencias sucesivas. Un primer elemento distintivo es el que resulta de las repercusiones europeas de la Revolución Francesa, que, por un lado, con los excesos del Terror, empuja a los espíritus románticos a una visión más interiorizada de la relación entre cultura y vida social lo que, por otro lado, con su carga pasional, coloca en crisis de manera definitiva el mito ilustrado de la razón. Resulta también fundamental el desarrollo del idealismo filosófico postkantiano, que, a través de la afirmación de la potencia creadora del espíritu, descubre la profunda unidad de naturaleza e historia, de fantasía, pensamiento y acción, ofreciendo un sólido asidero especulativo a las instintivas aspiraciones románticas. En el mismo sentido -es decir, hacia la adquisición de un naturalismo más evolucionado- actúa el ejemplo de la poesía de Goethe, en cuya «tranquila grandeza» los ánimos románticos no pueden dejar de reconocer una voz espontánea de la naturaleza. Vale recordar que en este renovado contexto histórico-cultural se registra, con la fundación en Berlín de la revista Athenäum (1798-1800) por parte de los hermanos E y A. W. Schlegel, la partida de nacimiento oficial del romanticismo en Alemania.
Es indudable, pues (aunque la cuestión fue y sigue siendo objeto de enconadas discusiones), la función predominante desempeñada por Alemania en la fundación programática y en el desarrollo de la nueva escuela. No obedece al azar que algunos aspectos peculiares de la sensibilidad romántica sólo se definan con palabras específicamente alemanas, sin equivalente en las lenguas románticas: considérese el caso del término Sehnsucht, que indica la melancolía existencial provocada por un deseo, perennemente insatisfecho. Si el primer Romanticismo dirige sobre todo su atención a la literatura, para una correcta valoración del fenómeno es indispensable tener presente que la expresión literaria es entendida por los románticos en sentido global, como una manera de sentir, de interpretar la existencia, de actuar en la sociedad humana. Sólo partiendo de este supuesto previo se pueden pergeñar las connotaciones ideológicas esenciales del movimiento. El Romanticismo se opone ante todo al Clasicismo, identificado con el Racionalismo del siglo XVIII, en el hecho de que rechaza la fe absoluta en la razón (capaz de garantizar la comprensión total de la realidad) y desdeña el culto de la «objetividad» del arte antiguo propugnado por las poéticas neoclásicas. La oposición no obedece tanto a opciones de orden ideal o estilística, sino que responde a una motivación más «profunda»: la conciencia de la pérdida total de aquel equilibrio entre hombre y naturaleza establecido por los griegos bajo el símbolo orgánico de los mitos; en consecuencia, se convierte en absurda la imitación del arte clásico y el seguimiento de las reglas establecidas por las academias de lo que tenía que ser concebido como arte. De aquí derivan algunos fundamentos estéticos en los que se puede reconocer la influencia más penetrante del pensamiento idealista. La poesía romántica tiene carácter trascendental, en el sentido de que su objeto preeminente es, en último análisis, el propio poetizar («poesía de la poesía»), la manifestación de una creatividad del espíritu que, de otro modo, no se podría plasmar adecuadamente en ninguna forma acabada.
En resumen, el arte humano refleja como un espejo la perfecta obra artística constituida por el universo, única realización posible de lo infinito en lo finito. Sin embargo, incluso en su función superior de «revelador» e intérprete del devenir universal, el poeta advierte su limitación humana, lo que le permite ejercer sobre su creación poética aquel control crítico que se ha designado con el nombre de «ironía romántica» y que, en la embriagadora confrontación entre absoluto y contingencia, le procura una especie de fascinante dolor. La aspiración perenne a los valores del infinito determina, además, un progresivo desplazamiento de los intereses de la literatura a las artes que parecen más próximas a la organicidad de la naturaleza: en la conciencia artística (o, por lo menos, en la teorización estética) del Romanticismo avanzado, especialmente alemán, la pintura y, sobre todo, la música adquieren un relieve cada vez más dominante. Una vez perfilado el fondo, por así decir, «teórico», se pueden indicar las tendencias más genéricas y normales que, incluso a juicio de la gente común, se suelen atribuir al movimiento. Entre los valores tradicionalmente considerados propios del Romanticismo figuran la afirmación del sentimiento, la propensión a la fantasía, el individualismo, la vida vivida como una lucha continua, la batalla del individuo y de los pueblos por la conquista de la libertad y de los derechos civiles, el choque entre las culturas históricas concurrentes, dentro del ámbito de una visión dialéctica que concede preponderancia al ímpetu de las pasiones sobre la frialdad de la razón.
Estos componentes de orden general forman un cuadro que tiene muy poco de homogéneo y que tiene aplicaciones prácticas muy diversas, que llegan a desembocar en auténticas antinomias histórico-culturales. Por una parte, el ansia de infinito y la incurable insatisfacción procurado por la realidad concreta empujan a los ánimos románticos a la evasión en el espacio y en el tiempo, a menudo a través del sueño, del inconsciente y de lo sobrenatural, si bien es igualmente poderosa la tendencia hacia la construcción de una sociedad más libre y que, al propio tiempo, lleva a la afirmación de criterios político-ideológicos más avanzados, como la recuperación historicista del pasado medieval y el vigoroso impulso dado al moderno concepto de nación. Si el culto de la patria y de la tradición popular induce a muchos románticos (especialmente en Alemania y Francia) a sostener posiciones políticas fuertemente conservadoras, en los pueblos oprimidos por el dominio extranjero es casi constante la convergencia entre Romanticismo y lucha por la libertad (como el caso de América). Hay múltiples derivaciones y grandes salidas conclusivas del movimiento en la historia de la cultura. La corriente turbia y un tanto mística del Romanticismo «negro» (que, en definitiva, se remonta al filón «gótico») abre el camino a la filosofía de la naturaleza, hasta llegar a las amplias aplicaciones del ocultismo esotérico (interés por la cábala judía, la magia, la alquimia, el vampirismo, la demonología, etc.). Del marcado interés por el patrimonio cultural propio de cada nación deriva, en cambio, una adquisición romántica más duradera (y aparentemente opuesta): el desarrollo de las investigaciones históricas y la fundación de la filología moderna. Pero, en definitiva, las numerosas facetas que forman la polifacética fisonomía del Romanticismo se pueden reducir a la antítesis fundamental que señala su evolución histórica. Mientras que las tendencias “evasivas” o “escapistas” desembocan en una literatura de carácter lírico-subjetivo que ya anuncia el decadentismo, el interés por la realidad práctica se dirige hacia un estilo objetivo y lúcidamente descriptivo, que anticipa el gran movimiento del Naturalismo. En estos caminos opuestos se reflejan los dos principales espíritus del Romanticismo como términos de una contradicción fundamental que, con predominio alternativo, aparecerá en la cultura occidental hasta nuestros días.


2- GOETHE Y EL TITANISMO

A lo largo de la historia, las sociedades y los grupos sociales han definido valores, parámetros y tipos ideales que debían servir de norma y modelo para que el hombre trazara su camino y realizara su personalidad. La manera de buscar la plenitud personal era siempre asunto individual; sin embargo, la sociedad entera o un determinado grupo social se encargaron de fijar los rumbos y valores en virtud de los cuales cada uno determinaba libremente su destino. La sociedad medieval que se comprendió como comunidad cristiana creó como arquetipos supremos las figuras del santo y del caballero. La cristiandad canonizó a aquellos hombres santos que, siendo modelos de virtud sobrenatural y natural, representaban en la forma más excelsa el ideal de Cristo. Las congregaciones religiosas establecieron un orden fijo, una regla, que reglamentaba cada hora y cada minuto de la existencia temporal para que el monje se pudiese liberar de las limitaciones del tiempo y prepararse, mediante la imitatio Christi, para el encuentro con Dios, el Ser absoluto.
El caballero cristiano se constituyó como ideal máximo de la sociedad feudal, figura en que se fundían los ideales guerreros y heroicos de la ética germánica con los valores sobrenaturales de la espiritualidad cristiana. El caballero, en el momento de ser armado como tal, se compromete ante Dios a usar la espada en defensa de la justicia y a proteger a los ancianos, a las mujeres y a los niños. La caballería medieval se regía por un código de honor que señalaba claramente las virtudes que cada caballero tenía que realizar en su vida personal. Eran las virtudes del valor, de la lealtad, de la mesura y de la generosidad; todas ellas centradas en las virtudes sobrenaturales de la fe, del amor y de la esperanza. El ideal caballeresco fue un ideal, y tal vez fue quimera, ilusión y utopía. Sin embargo, fue también una realidad; ayudó a una sociedad, en la que predominaban las pasiones y la violencia, a organizarse y ascender a niveles más elevados de civilización. En este ideal se inspiraron grandes poetas que cantaron las heroicas gestas de los caballeros de la mesa redonda, del rey Arturo, por citar un ejemplo conocido.
El arquetipo del caballero cristiano perduró durante largo tiempo, siendo posteriormente reformulado y redefinido por las distintas sociedades nacionales que se formaron en Europa. La sociedad española erigió en ejemplo e ideal al hidalgo. La sociedad inglesa creó el arquetipo del gentleman. La sociedad francesa creó en tiempos del Barroco el ideal del honnête homme, sucesor del caballero medieval, pero distinto de éste por agregar a las tradicionales virtudes del valor heroico y de la lealtad los nuevos valores de la refinada cultura literaria acuñadas por el humanismo. La virtud esencial del honnête homme es la cortesía, la cortesía del corazón y de la conducta, el alma noble que se expresa a través de un lenguaje culto y hermoso. La honnêteté es un valor, no solamente ético, sino también estético.
Durante largo tiempo, las sociedades europeas, o al menos sus élites dirigentes, dispusieron, pues, de modelos que indicaban a cada uno lo que debía hacer y cómo debía conducirse frente a Dios y frente al prójimo. En el siglo XVIII los viejos ideales empezaron a perder credibilidad y vigencia. Al mismo tiempo que se produjo la gran revolución en el pensamiento, siendo sustituidas las viejas categorías aristotélicas teleológicas por los planteamientos causalistas y nomotéticos de las ciencias modernas, tiene lugar también una profunda revolución de las estructuras sociales y de los valores que hasta entonces habían informado la conducta individual y social. Se empieza a desintegrar el orden estamental, la nobleza pierde su rol tradicional de élite, se cuestionan los privilegios que habían otorgado la sangre y la ordenación sacerdotal. El individuo, tomando conciencia de su individualidad, se levanta contra las formas y los valores colectivos sancionados por la tradición.
La persona que quizás representa mejor el nuevo sentir fue Rousseau. Su vida fue una permanente protesta contra las convenciones de la sociedad de su tiempo. Se emancipó de la autoridad paternal, se sublevó contra la educación que se le quiso dar, se unió a una mujer casada, protestó contra la civilización artificial y la ilustración racionalista del siglo XVIII, causó el escándalo de sus contemporáneos al poner en duda
los beneficios que podrían haber producido los avances científicos, convivió durante largos años con una mujer analfabeta, ordinaria y borracha y entregó los hijos que tuvo con ella a un orfanato. Rousseau desconoció todo valor social colectivo y centró su existencia en su propia subjetividad. Rousseau fue el primer representante de aquel individualismo y subjetivismo que se convertirían en fuerzas determinantes de la historia contemporánea y que darían origen a un proceso emancipatorio que en el curso del tiempo abarcaría todos los fenómenos de la existencia social. Mientras que en los siglos anteriores el hombre había tratado de ordenar su existencia individual incorporándose a un orden de valores objetivos, ahora trataría de vivir su vida desde su propia individualidad y comprendería la existencia como la posibilidad de realizar su subjetividad.
Las nuevas tendencias que surgieron en Francia también se hicieron presentes en Alemania. Hacia 1770 se levantó en Alemania una generación de jóvenes poetas que, bajo la influencia de Rousseau, declararon la guerra a la Ilustración y su impersonal racionalismo. En otros términos, se apelaba al sentimiento, no a la razón; se apelaba a la vivencia, no al conocimiento. Originalidad y genialidad son las divisas de este período que luego recibiría el nombre de Sturm und Drang (Tormenta e Impulso, o Tempestad y Empuje). Estos jóvenes poetas quisieron revolucionar las letras y artes, la vida entera. Sus sentimientos y pasiones se desbordaron. El universo se les presentó como un conjunto de fuerzas vitales. Rompieron con las formas tradicionales y se decidieron por el caos, porque el caos era fecundo y engendraba nuevas fuerzas. Se sintieron libres y quisieron disfrutar de su libertad. Cada persona debía formar su propio mundo, cada persona era un mundo. A esta generación perteneció también Johann Wolfgang Goethe. La publicación de sus poesías y, ante todo, de su drama Goetz von Berlichingen y de su novela Los sufrimientos del joven Werther lo hicieron célebre en Alemania y Europa y lo convirtieron en la primera figura literaria de su país.
También Goethe estaba convencido de que sólo la destrucción de las formas consagradas podía libertar las voluntades y abrir acceso a la plenitud de la vida. Por encima del intelecto estaban la imaginación, el sentimiento y la acción. El mundo le parecía un conjunto de infinitas posibilidades y de riquezas inagotables. La vida era digna de ser vivida por el solo hecho de ser vida. Las fuerzas vitales que actuaban en el universo se condensaban en poderosas individualidades. Cada persona tenía un derecho a su individualidad y tenía el deber de desarrollarla. Así cumplía con su función creadora y enriquecía la creación. Goethe creía poder entender la vida a través de la idea de la personalidad. El gran personaje, el genio creador, era meta y sentido de la humanidad y de la historia. El genio era la expresión máxima de lo humano. En el gran personaje, la humanidad expresaba su ser propio.
Todas las obras de Goethe en aquel tiempo giraron en torno de este problema. Fuera de las obras publicadas, concibió y comenzó numerosas otras. Sólo una de ellas sería terminada: Fausto. De las otras quedaron fragmentos: "Prometeo", "Mahoma", "César". Los temas son significativos. Goethe recurrió a los grandes personajes de la historia para que le informaran acerca del hombre y le revelaran los secretos de la existencia humana. Prometeo, el titán; Mahoma, el profeta; Fausto, el mago; César, el héroe. Son los grandes genios creadores a través de los cuales se ha revelado la humanidad y que han dado forma a la civilización humana.
Ahora bien, el “Fausto” es la obra de casi toda la vida de Goethe. Es muy probable que el poeta, cuando era un niño, se haya encontrado por primera vez con su personaje en un teatro de títeres. Lo cierto es que antes de 1775 Goethe comienza a escribir el “Urfaust”. Este “Fausto” primitivo estaba compuesto por el Primer Monólogo hasta el diálogo con Wagner, inclusive; Mefistófeles y el estudiante; taberna de Auerbach y, por último, las escenas correspondientes a la Tragedia de Margarita con excepción de la Selva y la caverna junto a la Noche de Walpurgis. El “Urfaust”, como ya hemos visto, pertenece a la época del Sturm und Drang. Es, pues, hermano de "Prometeo" en lo que concierne al titanismo goetheano. El Titán personifica la divinización del hombre y de la Naturaleza; él contiene a Dios o se enfrenta a Dios, y su fuerza, que se caracteriza por la fecundidad y la creación, descansa en la afirmación de sí mismo. Todos los héroes representativos de este período tienen el gesto de la rebelión y la exuberancia de su yo que desborda los límites de la razón y de la moral. Esta rebelión y esta exuberancia pueden estar marcadas por el signo de la salud heroica, o sea, surgen de una individualidad que no se conforma con algo menos que lo Absoluto: quiere que su propia vida sea toda la vida y su propio ser el Ser en sí. En otros términos, el titanismo significa la apoteosis del Yo, de la individualidad que no admite límites ni condiciones para el libre desenvolvimiento y la libre expresión de una existencia personal que busca fundirse a la existencia entera. Fausto, como personaje de la obra dramática a ser estudiada, se corresponde enteramente con esta modalidad, si bien Goethe -a lo largo de su vida y sin dejar de elaborar esta obra clave de la literatura occidental- no tardó mucho tiempo en abandonar ese enfoque y en superar el romanticismo juvenil del “Sturm und Drang”.


3 - EL FAUSTO DE GOETHE: LA REFRACCIÓN DE UN MITO

François Ribadeau Dumas, en su texto Historia de la magia, hace un seguimiento de la vida del “príncipe de los nigromantes”, Johannes Fausto, autodenominado Georgius Sabellicus Faustus Junior. Este personaje fue contemporáneo y amigo de los famosos alquimistas Cornelio Agrippa y de Teofrasto Paracelso (siglo XVI). Desde muy joven, Johannes se siente atraído por la magia, ciencia nuevamente en boga durante la Edad Media y principios del Renacimiento. Frente a la represión intelectual que se vivía en la caldeada época del revisionismo religioso (el enfrentamiento dado entre el catolicismo y el protestantismo), la alquimia le concede a nuestro personaje la independencia del espíritu y del pensamiento, fortaleciendo su adhesión al esoterismo y al hermetismo filosófico. Si bien en un primer momento Johannes Fausto fue partidario del reformismo junto a Martín Lutero, termina por romper con este círculo a causa de su extremo y apasionado gusto por la antigüedad pagana y sus prácticas mágicas.
También cuenta la leyenda que su búsqueda desmesurada de conocimiento fue lo que indujo a Fausto pactar con el Diablo. Respecto a cómo lo realizó, se puede deducir por las indicaciones puestas de relieve en las Demonologías de Juan Wier y Juan Bodin. El pacto fáustico se asemeja a los realizados durante la edad pagana, que abundan en documentos de la antigüedad. Se dice que Satanás acudió al llamado del pactante bajo la forma de un monje franciscano, mientras que Mefistófeles (una especie de servidor y que, después de realizado el pacto, acompañaría a Fausto hasta que se acabara el plazo) se presentó mucho más elegante, a la moda del tiempo, con espada al cinto. Por otro lado, es muy probable que Goethe se haya servido del Gran Grimorio y del Grimorium Verum para representar el pacto fáustico. Estos dos libros, con certeza, ya eran muy conocidos alrededor del año 1500, tiempo de la posible vida del doctor Fausto. En la primera parte del Gran Grimorio se detalla el rito de evocación de Lucifer, quien es lugarteniente de Satanás. Este texto se dedica a la descripción de las diversas fases de preparación y de la ceremonia. Inclusive la formulación del Círculo protector está incluida, así como también cada paso del procedimiento para configurarlo. En cuanto al Grimorium Verum, éste es más rico en los detalles referentes al contrato con el demonio. En realidad, el pacto de Fausto era el de Hércules y Teseo bajando a las regiones infernales según la mitología griega, como también el del viaje a los infiernos de Orfeo, mágicamente llevado por el poder de su lira. Este pacto, siguiendo los datos astronómicos, rememora el descenso del Sol durante el equinoccio de otoño. Es decir, experimenta una temporal muerte, ya que baja a las regiones infernales. De igual manera, simboliza los viajes místico/iniciáticos de Dionisios, Hércules, Orfeo, quienes bajaban al averno para ascender al tercer día, alegoría religiosa que se trasladó, en el cristianismo, a la figura de Jesús según nos cuentan algunos evangelios apócrifos.
Ahora bien, respecto al pacto fáustico, sus pautas han sido las siguientes:
I. Renegar de Dios y de Todo el ejército celestial.
II. Ser el enemigo de todos los hombres.
III. No prestar oído a las discusiones de los clérigos y de las personas de la iglesia, y hacerles todo el mal posible.
IV. No frecuentar las iglesias ni visitarlas, y no acercarse al Sacramento.
V. Odiar el matrimonio y no comprometerse con sus ataduras, con ningún pretexto.
Fausto firmó aquel acuerdo con su sangre, dejando el escrito en su mesa de trabajo para que Satanás fuera a buscarlo. Exigió, como contrapartida, que Satanás no se apareciera más bajo la forma de monstruo velludo y cornudo, sino con apariencia humana, como un monje, con la campanilla en la mano para anunciar su llegada. Así lo hizo seguido de la compañía de Mefistófeles. Otros textos infieren que durante su estancia en Holanda, Fausto causaba gran impresión por su erudición, y la fabricación de filtros mágicos, así como también por sus intentos de búsqueda de la piedra filosofal. Sin embargo, la crónica refiere que sus ensayos no fueron concluyentes cuando el Diablo vino una noche a ofrecerle sus servicios y entonces acordó con él un pacto de siete años.
El pacto es un acto solemne, revestido de garantías. El elemento mágico esencial es la gota de sangre con la que se firma dicho acuerdo. Aquella sangre expresa la quintaesencia, la personalidad del hombre. Ya en sus tratados teológicos, San Agustín escribía que el firmante es un renegado que pierde su salvación, pero que gana un poder sobrehumano. Adquiere el poderío junto con el esplendor, la belleza, la juventud, ya que va a conquistar a la mujer, representación del supremo goce, el edén.
Rudolf Steiner, investigador angloalemán de las viejas tradiciones esotéricas de Occidente, comenta la importancia de la sangre en un pacto satánico. En El significado oculto de la sangre, el autor explica que “el Mal es un enemigo de la sangre, y como es ésta la que sostiene y preserva la vida, el Mal, que es el enemigo de la raza humana, debe ser, por consiguiente, enemigo de la sangre”. Ahora bien, el Diablo al exigir la sangre no lo hace solamente por esta enemistad con el género humano, sino que desea obtener poder sobre dicho fluido, es decir, sobre el firmante. Está convencido de que la única manera de tener a Fausto es mediante la sangre. Ella es el trofeo que debe ganarse en la lucha eterna del Bien contra el Mal. Igualmente, en el círculo mágico, todo brujo respetable sabe que un pacto sanguíneo es sumamente perjudicial, ya que una parte de los poderes es transmitida al otro y viceversa. Sin embargo, aquel brujo que posea mayor energía no sólo sentirá cierta reducción de su energía, sino que al final será él quien posea cierto dominio sobre el otro.
Debido al pacto, Fausto adquirió poder causando asombro sobre el común de los mortales. Como todo hechicero, tenía bajo su tutela a un “famulus” o confidente para sus trabajos alquímicos. El nombre de este personaje fue Cristóbal Wagner, joven aprendiz que deseaba ser sabio en ciencias, pero inclinado más al mal que al bien. Su importancia radica en que en vida, Fausto redactó muchos escritos no sólo biográficos, sino también ocultistas y mágicos. Antes de su muerte, le pidió que todos aquellos documentos fueran destruidos. El famulus, siguiendo literalmente la voluntad de su maestro, destruyó todo referente escrito, pero oralmente contó muchos de los sucesos que observó de su maestro Fausto. Entre ellas las evocaciones de espíritus, la invisibilidad o el Secreto de los secretos, facultad importantísima para toda eminencia en magia, y el descenso a los infiernos. El descenso se llevó a cabo cuando Belcebú aceptó la propuesta de Fausto para hacer un viaje por el Infierno. En esta aventura, Fausto cae del carro por el que era conducido debido al choque que sostiene con una serpiente gigante, siendo posteriormente regresado a la Tierra por el mismo Belcebú.
En una ocasión, Fausto no poseía dinero suficiente y en tal ocasión decidió recurrir a un prestamista judío. Le pidió sesenta táleros a cambio de uno de sus miembros. El judío acepta la propuesta y recibe una de las piernas del mago que habían ambos cortado con un serrucho. Al verse el judío ante una posible estafa, decide arrojar la pierna a un río. Fausto se enteró de lo sucedido debido a las voces que oía, y decidió regresar y devolverle el dinero prestado. Ante tal situación, el prestamista le confiesa lo sucedido y Fausto decide cobrarle sesenta táleros más por su pierna.
Como nigromante, Fausto tenía la facultad de evocar a grandes personajes de la historia y entablar largas charlas con ellos. Incluso, cuando era maestro en una universidad en Wittemberg, Alemania, traía a Homero para el deleite y aprendizaje de sus alumnos. Entre sus evocaciones se tiene la presencia de Ulises, Héctor, Eneas, Sansón, David y a Helena de Grecia. Esta última es importante porque fue precisamente con ella con quien posteriormente tuvo un hijo: Justus Faustus.
Cierta vez, en la calle del Castillo, en la ciudad de Erfurt, un joven amigo de Fausto tenía una bonita casa con rótulo “El Áncora”. Era conocido que el mago muchas veces tomaba hospedaje en aquel lugar, por lo que un grupo de señores reclamaba su presencia. En esos momentos, Fausto se encontraba en Praga, por lo que el posadero intentaba calmar los ánimos de la gente. Inesperadamente se escuchó unos golpes a la puerta, y al observar quién podría llamar a esas horas de la noche se dieron con la sorpresa de que era Fausto. Como de costumbre, fue muy bien recibido, y procedió a entretener al público con algunos de sus hechizos. Uno de ellos consistía en barrenar los cuatro lados de la mesa y de aquellos agujeros empezó a brotar vino. Entre ellos, excelentes cosechas de España, Francia e Italia, para satisfacer la demanda de los presentes. Entonces, entró el hijo del posadero y le dijo que su caballo se estaba comiendo casi toda la avena. El mago al escucharlo, no fue capaz de contener el esbozo de una sonrisa y decirle que si así lo quería el caballo, podía comerse todo y nunca saciar su apetito. En efecto, aquel caballo era Mefistófeles, y al sonido de su relincho Fausto sabía que debía regresar a Praga, por lo que el caballo alzó vuelo y se alejaron de aquella posada.
Al término de los siete años concluyó el pacto, y tuvo que renovarlo por otros siete más. Como todo pactante, al final de aquellos siete años Fausto se entregaría a Lucifer en cuerpo y alma. Muchas son las hipótesis acerca de la muerte del mago. Pero todas ellas coinciden en que a los cincuenta años su muerte fue horrible. La mayoría de testimonios y crónicas aseguran que Fausto estaba tendido con el rostro vuelto hacia la espalda, con los sesos desperdigados por toda la habitación, pues se escucharon forcejeos y ruidos como de una lucha. A su vez, varias leyendas medievales explican que una de las formas predilectas de asesinato de Satanás es lanzar el cuerpo contra la pared, preferentemente de cabeza.
Muerto Fausto, su mujer Helena y su hijo deciden partir hacia un país pagano y desaparecer del todo, haciendo fallido el intento de Wagner, el famulus, por retenerlos. Sin embargo, el fantasma del mago se le presentaba a su aprendiz por mucho tiempo haciéndole importantes revelaciones. Cansado de estas apariciones, decide Wagner hacer un conjuro que desaparezca para siempre el fantasma del mago.

El Fausto mítico en la obra de Goethe
La leyenda de Fausto fue la base para que Goethe llevara a cabo la creación de su obra dramática que tiene como título el apellido del mago. Goethe explica que tomó la leyenda no para plasmarla a manera de crónica o testimonio. La función es hacer una obra en la cual se mezcle el aspecto real, biográfico del ocultista con la poesía, es decir, conferirle al texto un grado de esteticismo, de hacerlo ubérrimo en el campo literario sin dejar de lado el aspecto mítico-mágico.
Goethe reconoce que para esta empresa es necesario seguir el concepto de mimesis aristotélico. La mimesis consiste en el proceso por el cual el artista plasma en la obra un modelo similar de la realidad. Es una imitación, ya que es ésta quien recoge, organiza y crea una imagen de la realidad, que será luego reconocida y reconstruida por el receptor. Compara la conexión entre ambas realidades, entre la textual y la fáctica y es así como reconocerá el artificio literario. Sin embargo, la mimesis aristotélica supone también en el artista cierta individualidad. Ahora bien, jamás olvidemos que la mimesis no es completamente reproductiva; desde luego, para que sea una pieza artística, se necesita de la originalidad creativa del autor y, a su vez, tomar en cuenta las orientaciones artísticas propias de la época.
Tomando como ejemplo el texto mismo de Goethe, tenemos por un lado que en el horizonte social del siglo XVI están generándose diversas ideologías. Una de ellas es la artística, o sea, un estilo artístico en la escultura, pintura. Pero es en la literatura donde se desarrolla el romanticismo como corriente literaria. La leyenda de Fausto está tomando matices generativos, recuérdese a Marlowe, quien no sólo toma como documentación las crónicas escritas, sino también las orales. Lo mismo sucede con Goethe, toma entre las muchas ideologías las necesarias para componer su pieza dramática. Una vez tomadas, las funde con su particular percepción y concepción literaria y procede a la creación de una versión distinta de las que circulan como oficiales dentro del núcleo social. Así Goethe refracta al hombre junto al mito, su vida y destino dentro de otro mundo, el textual.
En esta versión goethiana del mito fáustico, podemos observar que como artificios predomina la fusión de los tiempos, exactamente el pasado con el presente. De igual manera, separa el tiempo del suceso del lugar concreto donde tuvo lugar. Por ejemplo, la Noche de Walpurgis, en la que se refiere el lugar concreto pero no la fecha exacta. En otros casos Goethe, ante todo busca, y encuentra un movimiento visible del tiempo histórico, inseparable del ambiente natural y todo el conjunto de objetos creados por el hombre y relacionados con el ambiente natural, ésta es el cronotopo central de Fausto.
A lo largo de la leyenda vemos que Fausto no necesita de Mefistófeles para realizar sus evocaciones a espíritus o a personajes fenecidos. Tampoco para sus hechizos o sortilegios varios, ni mucho menos para la elaboración de filtros mágicos o sus tareas alquímicas. Mefistófeles sirve al mago como transporte o como protector. No es extraño que lo encontremos transformado en caballo, en Pegaso, inclusive adopta la apariencia de un perro negro, y de acompañarlo adonde vaya. En Fausto, la figura de Mefistófeles es el nexo entre el deseo y la satisfacción. Por ende, no desarrolla su presencia una mera herramienta utilitaria, por el contrario, Mefistófeles cumple los diversos deseos produciéndole placer y regocijo, justificando los beneficios del pacto. El ejemplo central del deseo es la posesión de Margarita y de su amor. Además de esta función, el demonio cumple otras, aunque sean accesorias y complementarias de la primera. Entre estas destacan la adoctrinación del mago. Recordemos los consejos a lo largo del texto, los filtros que le concede, y la explicación de los fenómenos que ocurren durante la Noche de Walpurgis. Es en esta escena en donde los dones aleccionadores se aprecian con mayor claridad. Le explica con detalle los ritos de las brujas, sortilegios diversos, lo previene de la medusa, etc. Inclusive le detalla el papel que cumple y las restricciones a las que se ve sujeto al momento de rescatar a Margarita: Te acompañaré allí, que es todo cuanto puedo hacer, pues bien sabes que ni en el cielo ni en la tierra soy omnipotente. Turbaré la razón del carcelero, para que te apoderes de las llaves; pero debo advertirte que sólo una mano humana puede liberarla. Yo vigilaré; tendré los caballos encantados a punto, y os sacaré de allí. Es todo lo que puedo hacer.

El momento del pacto ha sido retratado con más fidelidad que la figura de Mefistófeles. En la obra del poeta alemán se encuentra este diálogo:
Fausto - (...) ¿qué quieres de mí, maligno espíritu: bronce, mármol, pergamino o papel? También dejo a tu elección el si debo escribirlo con un estilo, un buril o una pluma.
Mefistófeles - ¡Cuánta palabrería! ¿Por qué te has de exaltar de este modo? Basta un pedazo de papel cualquiera con tal que lo escribas con una gota de sangre.
Fausto - Si así lo quieres...
Mefistófeles - La sangre es un fluido muy especial.


Este pequeño diálogo toma en cuenta el principal elemento del pacto: la sangre. Si bien es cierto, no se pone de manifiesto ninguna de las exigencias que un pacto satánico requiere. Sin embargo, posteriormente se entenderá que el propósito del pacto es la posición del cuerpo y alma del mago. En la leyenda, Mefistófeles se presenta ante Fausto junto con Satanás, mientras que en el texto no media Satanás entre el doctor y el demonio. La desaparición de Satanás obedece a la intención de dar a Mefistófeles mayor participación e independencia a lo largo de la obra, quien únicamente se ve sujeto a las órdenes del mago porque así lo estipula el acuerdo y además es verosímil con los detalles dados por los grimorios.
Otra de las variaciones es la ausencia de Helena como mujer del doctor, aunque en la Segunda Parte su presencia sea importantísima, y la del hijo de ambos: Justus Faustus. La presencia de Margarita, quien es una doncella inocente, bella, perteneciente no a la alta clase social sino lo contrario. Su imagen se emparienta con la mujer bucólica, acentuando el matiz de pureza y castidad que desborda su timidez. Es ella el objeto de deseo por el cual Fausto entrega su alma a Mefistófeles. Toda la Primera parte está plagada de ejemplos que evidencian so obsesión amorosa, aunque Goethe no manifieste el aspecto sexual de su personaje, quien es una construcción de tendencia asexual. Más bien el deseo por Margarita es un deseo placentero y de contemplación. La veneración es evidente pues Fausto cosifica a su doncella, siéndole principalmente placentero su posesión que su compenetración vital. La salvación de Margarita obedece a que no acepta perder el motivo mismo de su perdición, pues necesita justificar tal hecho.
Lo que ocurre con Cristóbal Wagner, el famulus, es distinto. En el relato mítico, Wagner cumple una función importantísima: la documentación e información de la vida de su maestro por vía oral. Este recurso incrementa la leyenda, en el sentido en que no se sabe en qué punto dejan de ser verídicas las vivencias y pasan a retratar una figura fantástica y legendaria. En Fausto, la única funcionalidad que desempeña es la de ayudante de laboratorio. No participa en ningún momento de las acciones una vez introducido el personaje Mefistófeles. Wagner deja de ser el confidente, el consejero moral y cede el lugar a Mefistófeles. De esta manera aquél desaparece del todo dejándole la posta de servidumbre al mencionado demonio, quien tiene el poder para satisfacer por completo a su amo.
La figura del protagonista es también reconstruida de modo diferente a lo que narran las crónicas. En ellas Fausto es un ser sumamente poderoso, independiente muchas veces de Mefistófeles y hasta del mismo Lucifer. Conocedor y erudito de las ciencias ocultas, es capaz de preparar sus propios filtros, embrujos, encantamientos. No necesita de nadie para traer de vuelta a espíritus o muertos. Inclusive, éstos mismos le son obedientes, hay que recordar que mantuvo una relación amorosa con Helena de Troya, con quien se casó, según la leyenda. En cambio en el relato de Goethe, este mismo personaje se ve endeble anímicamente, desprotegido, indefenso, no es autosuficiente, por lo tanto pertenece al común de los mortales. Para integrarse dentro de la representación de mundo reproducida en el texto, Fausto necesita de Mefistófeles, de su poder, sus consejos, su astucia, ya que es la fuente que satisface cada deseo del protagonista.
Finalmente, dentro de todo el Primer Acto sólo hay una acción que es tomada casi literalmente, sólo que con pequeñas modificaciones. La escena en el relato mítico se desarrolla en la ciudad Erfurt, en la casa llamada “El Áncora”, ya mencionado en este trabajo anteriormente. La escena en Fausto se lleva a cabo en una taberna de Auerbach, en Leipzig. Como es de suponerse, si en el original fue Fausto quien barrenó la mesa y de ella brotó el vino, en el drama fue Mefistófeles quien lo hizo, y no para deleitar a los presentes sino para embromarlos. El juego consistía en que los que tomaran el vino no dejasen caer ni una gota del líquido al suelo. Uno de ellos deja caer un poco al suelo y al instante se ve ardiendo por toda la posada. Luego Fausto y su compañero desaparecen del lugar y los embromados descubren que todo fue un hechizo, una ilusión, ya que no hubo heridos ni quemados.




4 – LA NOCHE. PRIMER MONÓLOGO (TEXTO)

De noche. Habitación gótica, estrecha y de bóveda elevada;
en ella se ve a Fausto sentado en un sillón delante de su pupitre.

Fausto - ¡Ah! Filosofía, jurisprudencia, medicina, creadas para mi mal; y también tú teología; todo lo he profundizado con ardor creciente, ¡y heme aquí, pobre loco, tan sabio como antes! Es verdad que me adorno con los títulos de maestro y doctor, y cuento con numerosos discípulos que aquí y allá, en esta dirección o en la otra, puedo dirigir como me place; pero no lo es menos que nada logramos saber. He aquí lo que atormenta mi alma. Sin embargo, sé más que todos cuantos necios, doctores, maestros, clérigos y monjes se conocen; ningún escrúpulo, ninguna duda me atormenta; nada temo de todo aquello que causa a los otros más espanto, y merced a esto mismo, no hay para mí esperanza ni placer alguno. Siento que todo lo que sé carece de importancia; siento que no puedo enseñar a los hombres cosa alguna que pueda convertirlos o hacerlos mejores. No tengo, por otra parte, bienes, dinero, honra ni crédito en el mundo; ni un perro podría soportar la vida en tales condiciones; por esto me he entregado a la magia. ¡Ah! ¡Si por la fuerza del espíritu y de la palabra me fuesen revelados ciertos misterios! ¡Si no me viese por más tiempo obligado a sudar sangre y agua para pedir lo que ignoro! ¡Si me fuese dado saber lo que contiene el mundo en sus entrañas y presenciar el misterio de la fecundidad, no me vería, hasta aquí, obligado a hacer un tráfico de palabras vacías de sentido.
Reina de la noche, dígnate dirigir tu última mirada sobre mi miseria, ya que tantas veces, después de medianoche, me has visto velar en este pupitre. Siempre te me aparecías, entonces, pobre amiga mía, sobre un montón de libros y papeles. ¡Ah! Si me fuese dado ahora vagar a tu dulce resplandor por las altas montañas, flotar en las grutas profundas con los espíritus, danzar a la hora de tu crepúsculo en las praderas y, libre de todas las angustias de la ciencia, poder bañarme rejuvenecido en tu fresco rocío!
¿Hasta cuándo, ¡ay de mí!, tendré que consumirme en este calabozo? Miserable agujero de una pared tenebrosa, en el que sólo a duras penas puede penetrar una grata luz del cielo, y en el que, por todo horizonte, descubro este montón de libros roídos por los gusanos, y legajos de papel empolvados que llegan hasta el techo. ¡No veo en torno mío más que vidrios, cajas, instrumentos carcomidos, única herencia de mis antepasados!
¡Y eso es un mundo, y eso se llama un mundo!
¿Y preguntas aún por qué el corazón se oprime con inquietud en tu pecho; por qué un dolor inexplicable para en ti toda pulsación vital; por qué vives entre el humo y la carcoma; por qué en lugar de la naturaleza animada en que Dios creó al hombre, no tienes en tu derredor más que huesos de animales y esqueletos humanos?
Huye, y audaz, lánzate al espacio. ¿Acaso no es un guía bastante seguro ese misterioso libro, escrito por Nostradamus? Entonces conocerás el curso de los astros, y si la Naturaleza se digna instruirte, sentirás desenvolverse en ti toda la energía del alma, y sabrás como un espíritu habla a otro espíritu. En vano, por medio de un árido sentido, intentas penetrar ahora los signos divinos. ¡Espíritus que flotáis junto a mí, respondedme, caso de que llegue mi voz hasta vosotros!
A esta vista se estremecen todos mis sentidos; siento la joven y sagrada voluptuosidad de la vida agitar con más fuerza mis nervios y mis venas. ¿Si sería un ser sobrenatural el que trazó estos signos que calman el vértigo de mi alma, que llenan de gozo mi pobre corazón y que, por un misterio incomprensible, descubren a mi alrededor todas las fuerzas de la Naturaleza? ¿Soy acaso un dios? Todo se me hace tan claro, que veo en estos sencillos caracteres revelarse a mi alma la naturaleza activa. Sólo ahora por primera vez he llegado a conocer la verdad de estas palabras del sabio: El mundo de los espíritus no está cerrado. ¡Tus sentidos están aletargados, tu corazón está muerto! ¡Levántate, discípulo, y ve a bañar sin demora tu seno mortal en la púrpura de la aurora!
(Contempla el signo) ¡Cómo se mueve todo por medio de la obra universal! ¡Cómo viven y obran de consuno todas las actividades! Todas las fuerzas celestes suben y descienden, pasándose entre sí los sellos de oro y, con el rumor de sus alas, de las que la bendición se exhala, dirigidas incesantemente del cielo a la tierra, llenan el universo de inefable armonía.
¡Qué espectáculo! Pero, ¡ah!, no es más que un espectáculo. ¿En dónde podré asirte, naturaleza infinita? Y vosotros, senos, manantiales fecundos de toda vida, de los que están suspendidos el cielo y la tierra, hacia los que vuelve el angustiado pecho... vosotros brotáis a torrentes, fecundáis el mundo, ¿y yo me consumo en vano?



5 – ANÁLISIS DEL MONÓLOGO PRIMERO DE “FAUSTO”


Ya habíamos caracterizado el monólogo como modalidad teatral en los fragmentos estudiados de Romeo y Julieta. Por lo tanto, convendrá tomar como punto de partida otros aspectos estructurales como la ambientación, la configuración de la etopeya en relación a Fausto como protagonista, y los núcleos temáticos presentes. Lo primero que nos indica el discurso acotacional es lo siguiente: De noche. Habitación gótica, estrecha y de bóveda elevada; en ella se ve a Fausto sentado en un sillón delante de su pupitre. A partir de estas coordenadas espaciotemporales van definiéndose una serie de detalles que importan a la estética “stürmer” y que influenciará enormemente en el arte occidental contemporáneo. Para empezar, la presencia de la noche: en contraposición al día, sabemos que es el símbolo de la oscuridad misteriosa, de lo irracional, de lo inconsciente y de la muerte. Se le podría agregar, por otro lado, algunas observaciones que Oswald Spengler (1880-1936, filósofo alemán) realiza al respecto, afirmando que “la noche nos da alma, mientras que el día nos da cuerpo”, o sea, se transforma -literariamente hablando- en una alegorización de lo que se conoce por interioridad frente a la preeminencia de la exterioridad del mundo físico con toda su materialidad. La valoración establecida por la poética (pre)romántica, durante los siglos XVIII y XIX, plantea la noche como un momento en que el hombre se enfrenta a sus propias dudas, a la angustia que define su existencia ante la necesidad de buscarle algún sentido, hecho que se evidencia en la lectura del texto (“sé más que todos cuantos necios, doctores, maestros, clérigos y monjes se conocen; ningún escrúpulo, ninguna duda me atormenta; nada temo de todo aquello que causa a los otros más espanto, y merced a esto mismo, no hay para mí esperanza ni placer alguno. Siento que todo lo que sé carece de importancia; siento que no puedo enseñar a los hombres cosa alguna que pueda convertirlos o hacerlos mejores”).
De allí que la noche nos revele entonces lo profundo, lo esencial, de la naturaleza humana, mientras el día tan sólo ofrece la superficie de las cosas. Significado propio de una estética dieciochesca que reaccionó ante los abusos de una ciencia enciclopedista inoperante y estrecha, como ante la Revolución Francesa que, basada en los preceptos de la racionalidad, degeneró en una práctica política sangrienta y persecutoria. Las tinieblas y la oscuridad del Sturm und Drang proponen simbólicamente una vía alternativa del conocimiento (la inmersión en lo intuitivo, el ensueño, el arte) ante un siglo de las Luces que destierra todo aquello que no sea comprensible desde el ámbito de la lógica y la ciencia. Sabemos que la historia, al igual que la filosofía y el arte, también se alimenta de metáforas: la luz, imagen recurrente ya en algunos escritos de Aristóteles, no es más que el criterio rector del pensamiento y de la conducta del hombre. Ampliando un poco más su sentido, la época de la Ilustración toma a “las Luces” (así, en plural) como la claridad de la crítica racional llevada en todos los campos posibles del saber y considerada como criterio rector del pensamiento y de la conducta humana. Pero esa claridad no explica nada, es artificial y hueca en cuanto toca nuestra dimensión más íntima. Baader, poeta y filósofo contemporáneo de Goethe, afirmaba que la vida comienza por encontrarse en un estado de combustión sombría, de angustia sorda y que debe atravesar un purgatorio para llegar a la verdadera luz. Una posición similar a la del místico alemán Böehme al afirmar éste que, tanto en el hombre como en Dios, existe la prioridad de la noche y esta última se caracteriza por el deseo, la inquietud, el ardor, la búsqueda, detrás de lo cual hay una deficiencia, un sufrimiento. El deseo para Böehme es “Qual” (cualidad), pero no llega a ser estática, sino que es potencia, fuerza que mueve a actuar. Calificar es hacer, crear. Böehme, en sus juegos de palabras, aproxima “Qual” a “Quellen” (fuente) y “Quaal”, que significa tortura, sufrimiento, furor, ira. El Deseo es el acceso a una forma superior de conocimiento, a la vez que como fuente única de la naturaleza. El deseo aparece así instalado en el centro mismo del ser. Es una fuerza devorante, siempre insaciada; deja de existir cuando se devora a sí misma, describiendo la eterna rueda. Se abrasa en su movimiento y este fuego es la vida, la vida hecha de un morir constante y de una victoria sobre ese morir. El gran deseo es huir de sí; el alma busca escaparse, librarse de sí misma o de todo lo que la encierra, como puede ser la ignorancia de su propia esencia. No en vano Fausto propone en su monólogo un problema de carácter epistemológico: “No tengo, por otra parte, bienes, dinero, honra ni crédito en el mundo; ni un perro podría soportar la vida en tales condiciones; por esto me he entregado a la magia. ¡Ah! ¡Si por la fuerza del espíritu y de la palabra me fuesen revelados ciertos misterios! ¡Si no me viese por más tiempo obligado a sudar sangre y agua para pedir lo que ignoro! ¡Si me fuese dado saber lo que contiene el mundo en sus entrañas y presenciar el misterio de la fecundidad, no me vería, hasta aquí, obligado a hacer un tráfico de palabras vacías de sentido!”
Las frases exclamativas hacen recordar ciertos aspectos discursivos de Romeo y Julieta, especialmente lo que concierne a la clasificación de los monólogos en líricos y reflexivos: hemos visto en clase que el parlamento de Fausto comparte características de ambas modalidades, pues se expresan no sólo emociones (el desencanto, la rebelión, la insatisfacción) sino también una posición filosófica. Ahora bien, las palabras que se han citado más arriba son las de un sabio que ha llegado a la ciencia suprema de conocer la inutilidad de toda ciencia. También observa que de todas las disciplinas estudiadas con tanto ardor, la que más daño le ha hecho es la teología, que, como ciencia de Dios, pretende ser vanamente un saber absoluto y que, al mostrarle los límites infranqueables del conocimiento, le ha mostrado además los límites ontológicos de lo humano, los abismos que separan al hombre de la Divinidad. Fausto, al igual que Sócrates, sabe que “nada logramos saber”. Pero mientras Sócrates encuentra un seguro punto de apoyo y equilibrio en la conciencia irónica de la propia ignorancia, Fausto se desespera y se atormenta, porque, para él, lo que no es todo no es nada: “¿En dónde podré asirte, naturaleza infinita? Y vosotros, senos, manantiales fecundos de toda vida, de los que están suspendidos el cielo y la tierra, hacia los que vuelve el angustiado pecho... vosotros brotáis a torrentes, fecundáis el mundo, ¿y yo me consumo en vano?”. Como se habrá observado, estas interrogaciones retóricas nos deja aquí frente a la unión de la Sehnsucht, que indica la melancolía existencial provocada por un deseo, perennemente insatisfecho, con el individualismo titanista. Recuérdese que Goethe estaba convencido de que sólo la destrucción de las formas consagradas podía libertar las voluntades y abrir acceso a la plenitud de la vida. Por encima del intelecto (o sus dominios, como la ciencia y sus manifestaciones academicistas) estaban la imaginación, el sentimiento y la acción (elementos propios de la magia, pero también de la poesía de neto corte romántico). El mundo se transforma en un conjunto de infinitas posibilidades y de riquezas inagotables. La vida es digna de ser vivida por el solo hecho de ser vida. Las fuerzas vitales que mueven y actúan en el universo se condensan en poderosas individualidades. Cada persona tiene derecho a su individualidad y tiene el deber de desarrollarla. Es así que cumple con su función creadora y enriquece la creación misma.
Goethe creía poder entender la vida a través de la idea de la personalidad. El gran personaje, el genio creador, era meta y sentido de la humanidad y de la historia. El genio era la expresión máxima de lo humano. En el gran personaje, la humanidad expresaba su ser propio. Fausto es uno de esos genios: comprende sus limitaciones y se propondrá la superación de sí mismo aunque sea rompiendo con lo establecido o lo que se considera infranqueable. Recuérdese también el sentido del titanismo goetheano. El Titán personifica la divinización del hombre y de la Naturaleza; él contiene a Dios o se enfrenta a Dios, y su fuerza, que se destaca por la fecundidad y la creación, descansa en la afirmación de sí mismo. Todos los héroes representativos de este período tienen el gesto de la rebelión y la exuberancia de su yo que desborda los límites de la razón y de la moral. Esta rebelión y esta exuberancia pueden estar marcadas por el signo de la salud heroica, o sea, surgen de una individualidad que no se conforma con algo menos que lo Absoluto: quiere que su propia vida sea toda la vida y su propio ser el Ser en sí. En otros términos, el titanismo significa la apoteosis del Yo, de la individualidad que no admite límites ni condiciones para el libre desenvolvimiento y la libre expresión de una existencia personal que busca fundirse a la existencia entera. Fausto se siente superior a los supuestos sabios de su tiempo, carece de escrúpulos y de dudas y no teme ni al infierno ni al diablo, y es por eso mismo un desdichado que ha perdido todos los goces de la vida y al que sólo le queda el hastío de la ciencia y el tedio del saber. Esta es la razón por la cual el filósofo y el científico decide convertirse en un mago que pretende conocer, con el auxilio de las fuerzas sobrenaturales, los últimos misterios de la naturaleza. Piénsese además que las relaciones entre la unidad secreta de la naturaleza y la multiplicidad sensible de las cosas ha sido uno de los problemas que más apasionaron a Goethe durante toda su vida. Su pensamiento panteísta buscaba la unidad divina de la sustancia universal y su sensibilidad poética se complacía en la infinita multiplicidad de los seres. Lo uno no debe excluir lo múltiple, y lo múltiple debe coincidir en lo uno.
En otros términos, cuando vemos que Fausto es un buscador de lo absoluto, significa que no se conforma con sucedáneos, con lo meramente parcial, con lo empírico. Se intenta no tropezar con la opción ya que ella implica alternativa y sacrificio. Y la salida que encuentra es el mundo de lo posible, al cual coloca por encima de lo real, porque de esa manera el sacrificio (y su carga implícita de sufrimiento) se desvanece. El romántico -al igual que el stürmer- pretende apartar de sí mismo un rasgo que está en la propia esencia de la existencia misma: la alternativa. Pero como en el fondo no acepta los límites de ésta, como quiere alcanzar un plano en el cual los dilemas no existan, busca eludirla, busca poder todo, llegar a un estado de trascendencia que lo libere de las limitaciones que su entorno hace caer sobre él. Por eso la importancia simbólica del espacio que el discurso acotacional indica al inicio de nuestro texto: Habitación gótica, estrecha y de bóveda elevada. Histórica y arquitectónicamente hablando, el gótico se refiere a un período artístico desarrollado en los siglos XII al XVI. El término procede del renacimiento, creado por Vassari como sinónimo de bárbaro, en oposición al orden clásico greco-romano que había sido tomado como modelo de perfección. El sentido despectivo perdura hasta finales del siglo XVIII, en que el Sturm und Drang (y más tarde los románticos británicos y franceses) revalorizan el arte medieval. La esencia de lo gótico tiene un sentido místico de elevación. Las catedrales góticas, que Goethe ya había descrito en algunos de sus escritos autobiográficos, trabajan con el adelgazamiento de las figuras y las líneas, como si el límite de las formas se perdiese en el infinito, al igual que las ojivas y las agujas de las torres de esa modalidad arquitectónica que tienden, precisamente, a dar una idea de avidez, de esa sed de infinito que habita en la psicología humana. O sea, el goticismo como nota del alma fáustica es muy importante.
Por otro lado, la revalorización de esa estética medieval propició el surgimiento de una nueva ambientación dramática y narrativa que, a su vez, Goethe explota perfectamente. Nunca olvidemos que el renacimiento del gótico fue la expresión emocional y filosófica de la reacción contra el pensamiento dominante de la Ilustración, según el cual la humanidad podía alcanzar, mediante la razón, el conocimiento verdadero y la síntesis armoniosa, obteniendo así felicidad y virtud perfectas. Los filósofos de la Ilustración trataron de eliminar los prejuicios, errores, supersticiones y miedos que, según ellos, habían sido fomentados por un clero egoísta en apoyo de los tiranos. Sin embargo, sus teorías sobre el conocimiento, la naturaleza humana y la sociedad también habían propiciado resultados similares (piénsese tan sólo por qué -y ante qué- el Sturm und Drang y el Romanticismo surgieron). Claro, no todos los pensadores defendían el racionalismo tan vehementemente. La generalización de que el siglo XVIII fue la Edad de la Razón en la cual la felicidad humana dependía del dominio de la pasión y de las normas establecidas y seguras descansa en la otra “media verdad”, según la cual la humanidad también está constituida por las pasiones y el terror. A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la afición por el exceso gótico pronto captaría el interés de los intelectuales británicos. Desde esta afición creció una escuela de literatura gótica, frecuentemente derivada de modelos alemanes. La sucesión de poemas, narraciones y obras de teatro que proliferaron entre 1765 y 1820, con un nuevo brote a través de la era victoriana (especialmente en las décadas que van de 1870 a 1890) estableció una iconografía que todavía nos es familiar por medio del cine y del movimiento “dark” de los años ochenta del siglo XX: cementerios abandonados, húmedas criptas, paisajes escarpados y castillos prohibidos habitados por heroínas perseguidas, villanos satánicos, hombres locos, mujeres fatales, vampiros y hombres lobos, vastos bosques oscuros de vegetación excesiva, lugares en ruinas, solitarios y espantosos que subrayan así los aspectos más grotescos y macabros, reflejo de un subconsciente convulso y desasosegado. En Fausto, para ser más específicos, aparecen ciertas descripciones afines que el monólogo destaca en la totalidad de su conjunto: “¿Hasta cuándo, ¡ay de mí!, tendré que consumirme en este calabozo? Miserable agujero de una pared tenebrosa, en el que sólo a duras penas puede penetrar una grata luz del cielo, y en el que, por todo horizonte, descubro este montón de libros roídos por los gusanos, y legajos de papel empolvados que llegan hasta el techo. ¡No veo en torno mío más que vidrios, cajas, instrumentos carcomidos, única herencia de mis antepasados! (...) ¿por qué vives entre el humo y la carcoma; por qué en lugar de la naturaleza animada en que Dios creó al hombre, no tienes en tu derredor más que huesos de animales y esqueletos humanos?”
En ese interregno Fausto se dirige a la luna por medio de una perífrasis metafórica, cuya luz despierta en él la nostalgia de la naturaleza. Esta nostalgia romántica es inseparable del sentimiento de fracaso metafísico del hombre; la tragedia del conocimiento supone la tragedia de la existencia entera. En el deseo de olvidar lo que la civilización le inculcó, para poder convivir libremente con las criaturas naturales y divinas que se agitan en el universo, late el anhelo de olvidarse de sí mismo. La plenitud sería, así, una forma de olvido. Allí afuera, donde reina la luna, está la vida libre que se abandona, gozosa, a la embriaguez de la existencia: “Reina de la noche, dígnate dirigir tu última mirada sobre mi miseria, ya que tantas veces, después de medianoche, me has visto velar en este pupitre. Siempre te me aparecías, entonces, pobre amiga mía, sobre un montón de libros y papeles. ¡Ah! Si me fuese dado ahora vagar a tu dulce resplandor por las altas montañas, flotar en las grutas profundas con los espíritus, danzar a la hora de tu crepúsculo en las praderas y, libre de todas las angustias de la ciencia, poder bañarme rejuvenecido en tu fresco rocío!”. Aquí adentro, en el sombrío gabinete de estudio, sólo reina la muerte y se amontona la historia ruinosa del pensamiento humano. Como le es imposible volver atrás sin desandar lo andado, Fausto se lanza hacia delante e intenta huir “audaz, al espacio” de la naturaleza, trascendiendo la ciencia por el camino de la magia. Por el mismo Macrocosmos, Fausto obtiene lo que las ciencias naturales no podían darle: la contemplación directa de los arcanos de la naturaleza incansablemente activa. Y ante esa revelación grandiosa se siente asaltado por la más vieja tentación del hombre: “¿Soy acaso un dios? Todo se me hace tan claro”. Vale agregar que la relación entre el macrocosmos, o sea el mundo, y el microcosmos, o sea el animal y a veces el hombre, es un antiguo tema filosófico nacido de la tendencia a interpretar todo el universo a base de ese universo menor que es el hombre mismo. Aristóteles exponía este principio de interpretación, a propósito de la posibilidad del movimiento autónomo, de la siguiente manera: “Si esto es posible en el animal, ¿qué es lo que impide que ocurra también en el mundo? Si ocurre en el microcosmos, puede suceder también en el macrocosmos y si es así puede suceder también en el infinito, ya que es posible que éste se mueva o esté en quietud en su totalidad”. Ahora bien, ésta es una objeción que Aristóteles se dirige a sí mismo y que refuta para afirmar algunos planteos de su sistema, o sea que la relación entre microcosmos y macrocosmos no es, por lo tanto, un principio en que se apoye el pensador griego aunque sí lo era como fundamento de la cosmogonía órfica y, más precisamente, de la doctrina que enuncia que el mundo ha nacido de un huevo y, en efecto, ha nacido de un huevo porque es un animal. Platón mismo, en el diálogo “Timeo”, lo denominó de esa manera pues considera que el mundo en sí es poseedor de alma y de inteligencia.
La relación entre microcosmos y macrocosmos fue y será uno de los temas preferidos por la literatura mágica. ¿Por qué? Porque la magia pretende dominar al mundo natural encantándolo o domesticándolo como se hace con un animal, y su supuesto es precisamente éste, o sea que el mundo es un animal y que todos sus aspectos pueden controlarse mediante procedimientos que se dirigen a ellos como actividades vivientes. De allí que la relación microcosmos-macrocosmos haya sido, por lo tanto, uno de los temas obligados de la magia. En el Renacimiento, el alquimista Cornelio Agrippa (de quien se dice fue amigo de Fausto) afirmó que el hombre recoge en sí todo lo diseminado en las cosas y que esto le permite conocer la fuerza que tiene atado al mundo y servirse de ella para realizar acciones milagrosas. Tal idea es lo que nos hace pensar que lo que más caracteriza a la Divinidad y a la criatura hecha a su imagen y semejanza no es la contemplación de la acción, sino la actividad creadora. Por eso Fausto no se conforma con ser un espectador del Universo y desde la cumbre de su entusiasmo vuelve a caer bruscamente en la desesperación: “¡Qué espectáculo! Pero, ¡ah!, no es más que un espectáculo”. Por eso se debate en lo que es el dejar de lado el conocimiento inútil, enciclopédico, descriptivo, y opta por la vivencia del misterio como camino para entrar en una comunicación más directa -o en una más segura posesión- de la realidad o de lo absoluto, aspecto romántico por excelencia de un personaje que se volvió significativo por su profunda complejidad psicológica.

sábado, abril 15, 2006

Aproximación al primer capítulo del Génesis desde la literatura y la antropología filosófica

Aproximación al Génesis

Análisis del capítulo 1. Enfoque argumental
Génesis es el término griego -incorporado al castellano- con el que la versión que manejamos de la Biblia da nombre a su primer libro. Etimológicamente, significa origen o principio, ideas que responden, en general, al núcleo temático que vertebra literariamente el texto que iremos a estudiar. En efecto, en él, desde una perspectiva religiosa, se narra los orígenes del universo, de la tierra, del género humano y, en particular, del pueblo de Israel. Tengamos en cuenta que, en la versión original hebrea, este libro se titula con su primera palabra, Bereshit, comúnmente traducida por “En el principio”, tal como aparece en el capítulo primero versículo 1.
Desde un punto de vista estructural, el Génesis está formado por dos grandes secciones. La primera (de los capítulos 1 al 11) contiene la llamada “historia de los orígenes” o “historia primordial”, iniciada con el relato de la creación del mundo. Se trata de una narración poética de gran belleza, a la que sigue la del origen del ser humano, puesto por Dios en el mundo que había creado. La segunda parte (que abarca de los capítulos 12 al 50) enfoca el tema de los más remotos comienzos de la historia de Israel. Conocida usualmente como “historia de los patriarcas” (caudillos de los hebreos anteriores a Moisés que, históricamente, se los ubica hacia la primera mitad del segundo milenio a.C.), centra su interés en Abraham, Isaac y Jacob, respectivamente padre, hijo y nieto, en quienes tiene sus raíces más profundas la nación judía o, como se menciona constantemente, “el pueblo de Dios”.

La Creación. Algunas observaciones
Respecto a lo que han sido los orígenes y su narración, se lee que “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (1:1). Este enunciado categórico abre la lectura del Génesis y, con él, toda la Biblia. En términos estrictamente religiosos, es la afirmación del poder total y absoluto de Dios, considerado aquí como único y eterno, a cuya voluntad se debe todo cuanto existe, pues “sin él nada de lo que ha sido hecho hubiese sido hecho” (véase el evangelio según Juan, 1:3). El universo es resultado de la acción de Dios, quien con su palabra creó nuestro mundo, lo hizo habitable y lo pobló de seres vivientes. Entre estos puso también a la especie humana, aunque la diferenció de cualquiera otra al otorgarle una dignidad especial, pues la había creado “a su imagen, a imagen de Dios” (1:26-27). Claro está que este inicial relato mítico considera al hombre y la mujer en una particular relación con Dios, de quien han recibido la co-misión de gobernar el mundo del que ellos mismos son parte. En efecto, el ser humano (en hebreo, adam) fue formado del polvo de la tierra (adamá), es decir, de la misma sustancia que el resto de la creación; pero “Jehová Dios... sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (2:22-24). La creación del hombre, del varón (ish), es seguida en el Génesis por la de la mujer (ishah), constituyendo entre ambos la unidad esencial de la pareja humana.
Fijémonos que, en un primer momento, hemos considerado a los primeros capítulos del Génesis estudiados en clase como relatos míticos. Y al hablar sobre lo que es el mito, conviene precisar el sentido que le daremos al concepto; en este caso, vale diferenciarlo de su sentido cotidiano, según el cual mito es sinónimo de falsedad, o de fábula en el mejor de los casos. Por el contrario, propongo aceptar por valedera la definición de mito que entrega el filósofo italiano Giambattista Vico, la cual, aunque etimológicamente falsa, resulta esclarecedora: él propone que la voz mythos significa “narración verdadera”, esto es, que el relato mítico se caracteriza por ser aceptado como verdadero por quien participa del mismo. Por cierto, este aceptar como verdadero lo relatado no es un asentimiento a un discurso que aparezca como formalmente válido desde el punto de vista lógico, sino que es una aceptación de una “verdad” sentida como tal y que por ello permite orientar el propio existir.
En otros términos, la función del mito es entregar al individuo una visión acerca de las cosas y de sí mismo. Una visión tal es necesaria para el hombre en la medida en que le entrega la orientación de la cual, en su origen, carece, puesto que el hombre se nos presenta como desfondado, es decir, carente de una base universal y fija, dada por naturaleza, que le permita conducir su vida de modo inequívoco a nivel de especie. El resto de los animales tiene esa base naturalmente dada en el instinto, el cual les permite actuar a cada uno del mismo modo que los demás individuos de su especie ante situaciones similares. El hombre, carente de aquella base, desfondado, debe creársela, lo que logra construyendo su cultura. Así, el hombre no se afinca en la mera naturaleza sino en su mundo cultural, en el cual dota de sentido a la realidad natural, elabora una imagen de sí mismo acorde con dicha realidad, y obtiene así un fondo elaborado por él, que le permite saber a qué atenerse. En este panorama, el mito es, en un principio, el resultado de los esfuerzos de la humanidad primigenia para formalizar la realidad como un todo coherente con un sentido determinado. El mito nace, de este modo, señalado por su función esencial: dar respuestas respecto de lo que las cosas y el hombre son. El Génesis, en particular, propone una solución a lo que es el origen del mundo y el cómo se estructuró, o el cómo se dispuso de un modo determinado por medio de la acción de un ser superior. Y la importancia de este aspecto consiste en que, para el hombre de la Antigüedad, conocer dicho orden le permite situarse adecuadamente en él.
Los capítulos 1 y 2, mirados desde esa perspectiva, no elaboran una teoría de la creación divina del mundo: simplemente la conciben como el acto libre y voluntario de una divinidad que otorga existencia al Universo a partir de la nada, representada metafóricamente en la imagen de las tinieblas (que) estaban sobre la faz del abismo. La fórmula hebrea “en el principio” no quiere situar cronológicamente el acto creador, sino que pone a ese Dios genesíaco como “origen” primero de todas las cosas. Él crea también esa masa oceánica, que luego ordena y estructura como un cosmos. En el segundo versículo del capítulo primero se describe ese pre-cosmos, y emplea con este fin conceptos negativos, a partir de la realidad presente: ausencia de formas y de luz, incapacidad de la tierra para ser la morada del hombre. Pero nada emerge del caos como causa innominada: el agente de la creación es exterior y preexistente: la única fuerza que pone en movimiento ese premundo caótico es la palabra y la acción creadora de una divinidad. El mundo y el hombre son algo totalmente nuevo, y su presencia se entiende sólo a partir de un designio. A través, entonces, de una narración de evidencias en que esa misma divinidad pone en marcha un conjunto de procesos activos de naturaleza variada, sirviéndose ya sea de la palabra (Dijo Dios: “Sea la luz”. Y fue la luz), ya sea del espíritu (soplando la vida en la nariz de Adán) o bien dándole forma a la materia (Adán construido a partir del barro), observamos que existe en toda esta instancia de formación un plan que se va cumpliendo siguiendo un orden:


PRIMER DÍA: luz/tinieblas (día/noche) - versículo 3
SEGUNDO DÍA: cielo/mares - versículo 7
tierra seca - versículo 9

TERCER DÍA: vegetación - versículo 11
CUARTO DÍA: sol/luna. Las estrellas - versículo 14
QUINTO DÍA: pájaros/peces - versículo 21

SEXTO DÍA: animales terrestres - versículo 24
hombre/mujer - versículo 27

(Séptimo día)

Ahora bien, vale preguntarse de qué tipo de orden estamos hablando. Algunas interpretaciones podrían sugerir que Dios parte de lo inanimado a lo animado y, dentro de esta última categoría, de lo más simple a lo más complejo. También es válido afirmar que la creación, a modo de gradación ascendente, parte de lo más indiferenciado a lo que ya presenta un conjunto de particularidades específicas. Este aspecto es importante a ser tenido en cuenta porque el texto comienza a mostrar la importancia de la palabra en cuanto principio ordenador: cada vez que Dios dice “Hágase” también va diciendo “sepárese”, lo que ya demuestra el doble carácter de la creación misma. Por un lado muestra la unidad de la materia creada; por el otro, su variedad, su multiplicidad. Esta dualidad se corresponde con la costumbre de los pueblos orientales antiguos de abarcar una totalidad (en este caso, cósmica) mencionando la presencia de situaciones o elementos extremos u opuestos: cielo/tierra, luz/tinieblas, sol/luna, aves/peces, hombre/mujer. Por eso vale afirmar que el Génesis parte, desde un punto de vista lingüístico, de una enunciación oximorónica. Conjuga términos de significación opuesta como un modo de marcar la diferencia de la percepción humana de la realidad, fundada sobre una comparación entre elementos relativos, ante la divinidad que se encuentra más allá de cualquier relativismo, más allá del principio lógico de la no-contradicción que constituye nuestro saber. Al ser infinito, Dios aúna (o se manifiesta en) cualquier cosa y su contrario, ya sea el más y el menos, lo máximo y lo mínimo, pudiéndose hablar de una coincidencia de opuestos, noción que hará parte de la reflexión filosófica del Renacimiento a partir del siglo XIV.
Pero, más allá de este dinamismo básico que subyace en el principio de la creación, siempre tengamos en cuenta que la visión mítica del hombre perteneciente a culturas muy antiguas -como la hebrea, por ejemplo- privilegia un mundo cerrado que se caracteriza por su gran estabilidad. Es decir, los hombres se enfrentan al universo como a un enigma y resuelven esa ansiedad resultante con respuestas universales al movimiento y al cambio en formas fijas y estables. De esta manera hacen frente a lo inefable y al peligro. Incluso la vida social se reduce a ciertas fórmulas de comportamiento y percepción que deben garantizar un orden casi estático frente a un universo amenazante y cambiante. Todo cambio se explica por lo que no cambia, o sea, por una suerte de garantía divina del orden en la aparente multiplicidad caótica de la naturaleza y sus mundos contextuales (como, de hecho, se desprende de la Torah en su conjunto y algunos textos que se clasifican bajo el término genérico Ketubiim, en especial, Proverbios y Eclesiastés). La oralidad predominante de las sociedades antiguas, en las que la escritura no es una práctica extendida, es una configuración de la repetición, una forma que se reitera ritualmente para reproducir una textualidad construida por los conformadores del mundo, con la religión -es decir, la creencia en una garantía sobrenatural ofrecida al hombre para su propia salvación y las prácticas dirigidas a obtener o conservar esta garantía- como aval, con el control férreo de lo controlable ante lo desconocido en movimiento. De ahí provienen formas de la oración, de la canción, del libro sagrado, del conjuro. Detengámonos en ese conjunto de estructuras gramaticales formularias del capítulo uno del Génesis como:
1- Dijo Dios. Si tomamos en cuenta la tradición bíblica, Dios no es solamente el primer motor y la causa primera del devenir y del orden del mundo, sino también el autor de la estructura sustancial del mundo mismo a través de la palabra. La omnipotencia de lo que Él pronuncia es comprensible si tenemos en cuenta que, en el texto original, el término hebreo dabar significa tanto palabra como suceso o acontecimiento; es decir, la lengua es por lo tanto lo que crea y lo que realiza, es el verbo y el nombre. De allí que se considere que en Dios el nombre es creador porque es verbo y, por lo tanto, acción; y el verbo de Dios es conocimiento absoluto de las cosas porque es nombre, y el nombre tiene por función revelar lo que las cosas son en su esencia. Si se quiere, podemos considerar que esta noción de la palabra se la puede clasificar como propia del mundo de la magia: es una herramienta de poder (no en vano, cuando se la usa, siempre es en un tono imperativo). Sin embargo, es bueno destacar que, en el versículo 27 del capítulo primero, Dios no ha creado al hombre mediante el verbo y no lo ha nombrado. No ha querido someterlo a la lengua, sino que Dios ha dejado surgir libremente en el hombre la lengua, que le había servido como medio para la creación y su dominio. De forma implícita, este dato nos da entender que el ser humano se posiciona en una escala superior a los demás seres animados, pues posee el don de la palabra, y mediante éste don domina (o enseñorea), según lo establece la ley divina.
2- y fue así es una construcción frástica complementaria de la aseveración anterior que pone de relieve el poder creador de la palabra del Dios bíblico. La orden divina se cumple de forma inmediata, y el efecto producido coincide a la exactitud con el pensamiento y la voluntad del Creador.
3- y vio Dios que era bueno. Por ser resultado del gesto libre de una divinidad que no necesita de él, el mundo tiene un valor: valor para Dios que lo crea y para el hombre que dispondrá de él. La fórmula de aprobación (repetida siete veces a lo largo del capítulo primero) señala un hito significativo de la teología del Génesis, al afirmar que la obra arquetípica de Dios, la creación del mundo y de sus elementos, refleja la bondad divina. Cada obra es alabada por su “bondad” ontológica y funcional. La expresión hebrea tôb (“bueno”) se refiere tanto a la bondad de las cosas en sí, como al obrar de Dios (“y vio que era bueno”) y a la “funcionalidad” de los elementos del mundo, que tienen su lugar dentro de un orden y responden a la intención de su autor divino. La insistencia en afirmar la “bondad” de la creación indica que se trata de una idea central en el capítulo, vinculada a una concepción “optimista” del mundo, y es de observar que la fórmula de aprobación no tiene una raíz empírica o racional, sino que es una afirmación que surge de la fe: la creación es buena, porque es Dios el que crea y estructura el cosmos. Significativamente, esta fórmula no es mencionada respecto al hombre (1:31), a fin de dejar abierto el tema del pecado original en el capítulo 3.
4- separó. Si volvemos nuevamente al texto original, descubriremos que en la lengua hebrea, barar, que significa precisamente dividir, también hace alusión a otros verbos como seleccionar, discernir, clasificar y/o purificar. Esto se relaciona con aquello de que todo mito cosmogónico relata el origen del universo como una realidad coherente y armoniosa, ya que responde a la necesidad humana de explicar y comprender el mundo en que se vive. Además el hombre sólo puede comprender el orden, pues el caos de por sí es inentendible. En este caso, separar, seleccionar, clasificar, son los procesos que determinan ese ordenamiento “racional” de los elementos que constituyen la totalidad del mundo conocido. De allí que el Dios genesíaco no deba ser entendido solamente como creador, sino como “ordenador” de la realidad, otorgándole a cada cosa que la integra una nominación determinada.
5- Y fue la tarde y la mañana del x día. El Génesis va registrando la semana de la creación como la primera semana del mundo. A primera vista el esquema de la semana puede parecer un antropomorfismo: Dios ejecuta sus obras a lo largo de una semana, a la manera del hombre. Pero en realidad sucede al revés: Dios funda la semana que se va gestando en siete momentos, señalados cada vez como el surgimiento de algo nuevo. En otras palabras, Dios no llena cada día de una semana preexistente con algunas de sus obras, sino que la creación de cada uno de los elementos del mundo determina la aparición de los días.
Esto nos recuerda que si el mito es un relato de los orígenes y, como tal, asume una función de instauración, es natural que tome como centro temático un evento fundador del mundo, de las cosas y del hombre, y que a su vez haya tenido lugar en un tiempo primordial anterior a la historia, o sea, anterior al conjunto total de los hechos humanos que después serán sistematizados por cada cultura o sociedad para su mejor conocimiento y comprensión. En otros términos, los acontecimientos fundadores (la creación del cielo y de los mares, la creación del sol y la luna, del hombre y la mujer) no pertenecen a la cadena de acontecimientos normales que ocurren dentro de lo que nosotros concebimos como historia, sino a los que ocurren fuera de la misma (¿cuándo ocurrió el principio en que sólo había tinieblas sobre la faz del abismo y Dios empezó a crear?; ¿en qué siglo, año o mes ocurrió el primer o el segundo día?). Por otro lado, en el momento mismo que el mito pertenece al ámbito del discurso, ya que es una especie de relato en que las frases se suceden en un tiempo irreversible y que se relaciona con un tiempo pasado, se vuelve fácil de entender porque estas estructuras gramaticales formularias están conjugadas, mayormente, en pretérito del modo indicativo: con esta modalidad designamos la no ficción de lo denotado por la raíz léxica del verbo, esto es, todo lo que el hablante estima real o cuya realidad no se cuestiona. Recordemos que, en todos los épocas y en todas las áreas culturales, los hombres han elaborado una pluralidad de relatos como un modo de afirmar la verdad de su experiencia del mundo y de sí mismos. Detalle que no debemos dejar de lado, pues la lectura de los primeros versículos del Génesis nos revela que de lo que se trata es de mantener en orden al cosmos mediante una oralidad ritualizada y bajo el control de sus administradores y promotores (la clase sacerdotal).


Para terminar el análisis de lo que abarca el capítulo estudiado, nos queda un punto importantísimo aunque de un modo u otro ya ha sido mencionado: la creación del hombre. Según indica el texto, el hombre ha sido creado a “imagen y semejanza” de Dios, y por ese motivo constituye la meta intencional de todo el proceso creativo. Por lo tanto nos queda por determinar a imagen y semejanza de qué Dios ha sido creado el hombre. El Génesis no lo especifica, pero el contexto sugiere una respuesta inequívoca: el hombre ha sido hecho a imagen del Dios creador, cuyo obrar arquetípico describe el relato sacerdotal de la creación. Este Dios creador trasmitió parte de su potencial al hombre, puesto en la tierra, como su lugarteniente y depositario de una prerrogativa que en otras áreas culturales estaban reservadas a un rey. Por eso, con la aparición del hombre en el sexto día, Dios deja de crear y entra en su descanso. En adelante, será el hombre, su imagen, el encargado de llevar adelante la obra creadora en este mundo.
Otro detalle que ha de ser tenido en cuenta es que la antropología bíblica especifica, además, que Dios creó al hombre en su distinción natural de varón y mujer (l:27). El Génesis no piensa en las categorías del hombre solitario, sino de una pareja fecunda. Esta acotación tiene una importancia decisiva, porque retoma y profundiza la concepción de la sexualidad que se fue gestando en la cultura patriarcal judía de los siglos XII-IV a.C., que afirmaba de todas las formas posibles la superioridad del hombre sobre la mujer. El Génesis declara, con una formulación sobria y sencilla, pero exenta de toda ambigüedad, que ese ser concreto llamado hombre, sexualmente determinado en su singularidad como varón o mujer, es la imagen de Dios. La diferenciación sexual, según esto, entra en la definición esencial del ser humano y está arraigada en el orden de la creación. Por otra parte, el relato de la formación de la pareja humana se orienta hacia la bendición del versículo 28: en una tierra desdivinizada, el hombre, como ser autónomo y responsable, recibe la capacidad de engendrar la vida y el dominio de la naturaleza. El Creador confía al hombre su obra, que en el momento de la creación estaba sólo en los comienzos. A él le corresponde descubrir el mundo, liberar sus fuerzas y forjar en él su propia historia.

Horacio

- Quinto Horacio Flaco -(Italia, 0065 aC-0008 aC)
Poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina. Quinto Horacio Flaco nació en diciembre del año 65 a.C., hijo de un liberto, en Venusia (hoy Venosa Apulia, Italia). Estudió en Roma y Atenas filosofía griega y poesía en la Academia. Fue nombrado tribuno militar por Marco Junio Bruto, uno de los asesinos de Julio César. Luchó en el lado del ejército republicano que cayó derrotado por Marco Antonio y Octavio (después Augusto) en Filipos. Gracias a una amnistía general volvió a Roma y rechazó el cargo de secretario personal de Augusto para dedicarse a escribir poesía. Cuando el poeta laureado Virgilio conoció sus poemas, hacia el año 38 a.C., le presentó al estadista Cayo Mecenas, un patrocinador de las artes y amigo de Octavio, que le introdujo en los círculos literarios y políticos de Roma, y en 33 a.C. le entregó una propiedad en las colinas de Sabina donde se retiró a escribir y pensar.

Una oda de Horacio

HORACIO: ODA DÉCIMA DEL LIBRO SEGUNDO

Vivirás más cuerdamente, Licinio,
si no te adentras en alta mar ni te acercas excesivamente a la peligrosa orilla,
cuando, cauteloso, teme a las tormentas.

Todo el que ame la áurea medianía carece, seguro,
de la sordidez de un techo vil;
carece, sobrio, de un palacio envidiable.
El viento castiga más a los erguidos pinos;
mayor es la caída de las altas torres y los rayos fulminan las cumbres de los montes.
El buen pecho templado, en la adversidad, espera;
en la prosperidad, teme una suerte distinta.
El mismo Júpiter trae los inviernos y él mismo es quien los destierra;
si ahora el mal está presente, no será así siempre.
Apolo, a veces, despierta las dormidas cuerdas de su cítara
pero no carga siempre su arco tenso.

En la adversidad, pórtate fuerte y animoso;
pero, prudente, recoge las velas si el viento propicio llegara a hincharlas demasiado.





PAUTAS DE ANÁLISIS DE LA ODA DÉCIMA DEL LIBRO SEGUNDO.

Como se habrá observado, la temática del texto que estamos estudiando se centra en la apología de lo que se conoce como la “áurea mediocridad”, una modalidad de ver el mundo propia de la cultura romana (especialmente del período que abarca desde el siglo I a.C. hasta el siglo II d.C.). Pero antes de analizar este aspecto fundamental, es necesario ver el concepto de la palabra “oda” dentro de la tradición literaria occidental: la oda es una composición poética caracterizada por un lenguaje generalmente grandilocuente, buscando persuadir al lector o al escucha sobre un determinado asunto; generalmente, su estructura es tripartita: en la estrofa se especifica el tema a ser tratado, la antiestrofa representa su nudo o desarrollo, mientras que el épodos presenta el cierre del poema mismo, su conclusión.
Desde el inicio, el yo lírico realiza una exhortación dirigida a un vocativo (“Licinio”) sobre la necesidad de mantener un equilibrio ante la presencia de los extremos, manifestada metafóricamente en las imágenes del “mar” y la “orilla” en épocas de “tormenta”, o sea, de dificultades. Pero ya el hecho de utilizar un vocativo en el discurso poético acentúa un tono de coloquialidad o de conversación que otorga un cierto carácter de intimidad que apela al sentido gnómico del texto, pues al dirigirse a un amigo el poeta aprovecha para aconsejarlo, dándoles máximas o sentencias de carácter moral. Esto último se vuelve más explícito en la antiestrofa cuando en la misma dice “Todo el que ame la áurea medianía carece, seguro,/ de la sordidez de un techo vil;/ carece, sobrio, de un palacio envidiable”. Como se habrá visto, esa áurea medianía plantea la búsqueda de un término medio entre los extremos que, según Aristóteles y otras escuelas menores que influyeron en el pensamiento romano de los siglos II-I a.C., puede ser definido en relación a las cosas o en relación a nosotros. “Si toda ciencia -dice Aristóteles- cumple bien su finalidad, mirando al justo medio y dirigiendo sus obras hacia dicho justo medio (de donde, por lo común, decimos de las buenas obras que en ellas no hay nada que sacar, por cuanto el exceso o el defecto arruinan lo que está bien, en tanto que la medianía lo salva), si, en consecuencia, los buenos artistas trabajan tendiendo a este medio, la virtud que, como la naturaleza, es más cuidada y mejor que todo arte, deberá tender precisamente al justo medio”. En otras palabras, la áurea medianía es, no obstante, sólo la definición de la virtud ética o moral, porque únicamente ésta concierne a pasiones o acciones susceptibles de ser defectibles por exceso. Por eso hay que estar igualmente alejado “de un techo vil” como de “un palacio envidiable”; y por detrás de esta antítesis, también existe la necesidad de resguardarse de la variablidad de la fortuna y formarse a sí mismo en una de las virtudes más importantes de la cultura romana: la templanza. Horacio no dijo áurea medianía o aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea (es decir, de oro o parecido al oro) a esa capacidad de disciplinar los deseos, de no dejarse llevar por ellos a un estado de perdición segura. Por eso, inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de un respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: el autor sabe que el género humano es proclive a los excesos, originando situaciones conflictivas, en un mundo marcado por lo imprevisible.
De aceptar tal idea, habremos de entender que, si todos los estratos de la creación se rigen siempre por ciclos, debemos estar preparados y respetar esos mismos ciclos en los que nada permanece igual, gracias a que el movimiento y el cambio hacen parte de la vida misma. Por eso vale recordar que, en la filosofía antigua, la fortuna es una causa superior y divina, oculta a la inteligencia humana ya que es imposible saber cuáles son sus designios. En relación a esto también podemos concebir a la fortuna como un fenómeno objetivo que consiste precisamente en el entrecruzamiento de dos o más órdenes o series diferentes de causas: la fortuna se asemeja, entonces, al azar. El azar no se verifica ni en las cosas que suceden siempre de la misma manera ni en las que suceden de la misma manera en la mayoría de las veces, sino más bien entre las que suceden por excepción y fuera de toda uniformidad. De tal modo, Horacio coloca la fortuna en la esfera de lo imprevisible y de lo probable, dándolo a entender a través de ciertas imágenes psicocósmicas que se encuentran encadenadas por una gradación aumentativa: “El viento castiga más a los erguidos pinos;/ mayor es la caída de las altas torres y los rayos fulminan las cumbres de los montes./ El buen pecho templado, en la adversidad, espera;/ en la prosperidad, teme una suerte distinta”. También vale destacar la utilización, desde un punto de vista retórico, del paralelismo sinonímico o sea, la repetición de determinadas estructuras sintácticas y semánticas que pueden ser redundantes, pero que, sin embargo, dotan al texto de una mayor motivación poética, acentuando el ritmo o ciertos significados temáticos. El viento, por su carácter impalpable y por sus frecuentes cambios de dirección, simboliza la fugacidad, la inestabilidad y la futilidad. No en vano se lo coloca, en este fragmento, frente a la imagen del pino que, por su resistencia ante las tempestades, representa la fuerza vital y la personalidad que supera sin debilitarse las dificultades de la vida. Como se habrá visto, el yo lírico propone un modelo de conducta que recuerda al del filósofo griego Demócrito, para quien el bien más alto es la felicidad y ésta no reside en las riquezas ni en el cuerpo, sino en el alma gobernada por la justa razón: en donde la razón falta, no se sabe gozar de la vida ni vencer el temor a la muerte. Horacio agregaría que, para los hombres, el gozo nace de la medida del placer y la proporción: los defectos y los excesos tan sólo tienden a conmover el alma y a engendrar en ella movimientos intensos. Y las almas que se mueven entre uno y otro extremo no conocen la constancia ni tampoco están contentas.
Volviendo a la variabilidad de la fortuna y su movimiento cíclico, el poema establece que eso no sólo atañe al mundo de los hombres y de la naturaleza, sino también al de los dioses, lo que presupone una visión optimista y tranquila de lo que se considera un mal o una molestia ya que todo es pasajero: “El mismo Júpiter trae los inviernos y él mismo es quien los destierra;/ si ahora el mal está presente, no será así siempre./ Apolo, a veces, despierta las dormidas cuerdas de su cítara/ pero no carga siempre su arco tenso”. Detrás de esta formulación de versos antitéticos, se esconde la necesidad de ser prudente ante situaciones que van más allá de nuestro control. Y para entender las referencias religiosas contenidas en estos versos, recuérdese que Júpiter es el dios más relevante del Panteón romano. Según algunos antropólogos, su nombre deriva de una raíz indoeuropea, dyên, que significa “resplandecer”, “brillar”; de ahí que se le considere el dios del cielo y de la luz, y que guarde una gran semejanza con el dios griego Zeus. La primacía que alcanzó Júpiter en el mundo romano se la fue arrebatando a Marte, dios de la guerra, que desde tiempos remotísimos era la divinidad más importante. Con la expansión del helenismo, la cultura griega penetra en Italia y con ella sus divinidades más representativas. De este modo, el culto de Júpiter fue ganando terreno por su similitud con Zeus, extendiéndose por toda Italia la idea de Júpiter como dios de la luz, dueño del cielo y de los fenómenos celestes y del que dependía la lluvia, el rayo, el viento y cuanto ocurría en el firmamento. Ya Apolo, en la mitología griega, era hijo del dios Zeus y de Leto, hija de un titán. Se le llamaba también Délico, es decir, originario de Delos, isla de su nacimiento, y Pitio, por haber matado a Pitón, la legendaria serpiente gigante que guardaba un santuario en las montañas del Parnaso. En la leyenda homérica, Apolo era sobre todo el dios de la profecía. Su oráculo más importante estaba en Delfos, el sitio de su victoria sobre Pitón. Solía otorgar el don de la profecía a aquellos mortales a los que amaba, como a la princesa troyana Casandra.
Apolo era un músico dotado, que deleitaba a los dioses tocando la lira. Era también un arquero diestro y un atleta veloz, acreditado por haber sido el primer vencedor en los juegos olímpicos. También era el dios de la agricultura y de la ganadería, de la luz y de la verdad, y enseñó a los humanos el arte de la medicina. Algunos relatos pintan a Apolo como despiadado y cruel. Según la Iliada de Homero, Apolo respondió a las oraciones del sacerdote Crises para obtener la liberación de su hija del general griego Agamenón arrojando flechas ardientes y cargadas de pestilencia en el ejército griego.
En lo que respecta al épodos, se reiteran imágenes y situaciones en un tono exhortativo al igual que en la estrofa, indicándose en este texto una estructura circular. Es decir, termina de la misma manera que empieza, aunque aparece perifrásticamente la alegorización del barco (“recoge las velas si el viento propicio llegara a hincharlas demasiado”) cuyo significado puede ser el de la vida individual, sobre la que hay que aplicar las enseñanzas de todas nuestras experiencias.