Pre-romanticismo y Romanticismo. El caso de las Islas Británicas
La complejidad del Romanticismo, el gran movimiento cultural que desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX invade la literatura, las artes, el pensamiento filosófico, la mentalidad, las costumbres y los gustos de la civilización occidental, no se presta a una definición unívoca y coherente. En efecto, son múltiples y, a menudo, contradictorias las tendencias que entroncan con el concepto general de Romanticismo, con manifestaciones bastante diferentes según cuáles sean los países involucrados en diversa medida por el fenómeno.
El origen del término se remonta al adjetivo inglés “romantic”, neologismo introducido después de mediados del siglo XVII para indicar, en un sentido primordialmente peyorativo, el contenido sentimental y aventurero, apartado de la realidad, de los antiguos romances, con particular referencia a las reelaboraciones populares y en prosa de la materia épica y caballeresca. Sin embargo, a partir de comienzos del siglo XVIII, la palabra asume su otro sentido objetivo de «pintoresco» o «sugestivo», designando específicamente los escenarios naturales afines a los descritos en los romances: ambientes selváticos, lugares desiertos y desolados, ruinas antiguas y misteriosas. La segunda acepción va prevaleciendo progresivamente, trasladándose pronto de la realidad paisajística a los estados de ánimo que las vistas naturales pueden provocar en el contemplador. Paralela de alguna manera a la evolución de la palabra es la evolución de una nueva sensibilidad histórica y cultural, que se suele orientar hacia la categoría crítica del «prerromanticismo». Entre las manifestaciones iniciales de esta actitud, especialmente en lo que respecta a la compenetración entre naturaleza y sentimientos humanos, se señalan las composiciones de los poetas «nocturnos» ingleses.
Otro carácter significativo que surge del temperamento prerromántico es una concepción del hecho literario como modo conjunto de sentir y de vivir, que conduce a la revaloración de los genios poéticos del pasado más conformes con los dictados de la «naturaleza», contra los malentendidos y limitaciones de origen racionalista. Es determinante a este propósito la difusión del teatro de Shakespeare, con su mundo de poderosas pasiones y de ardiente espíritu de aventura. En un sentido análogo de plena y genuina libertad expresiva, se captan brotes prerrománticos en diversos momentos de la literatura europea del siglo XVIII.
Al propio tiempo, junto a estas tendencias que entran en la revaloración de la interioridad individual, se va afirmando en el prerromanticismo un creciente interés por las formas literarias que pueden referirse al alma de todo un pueblo: de ahí la recuperación de la peculiaridad cultural de cada nación, que en las zonas «nórdicas» (léase las Islas Británicas y Alemania) coincide con el rechazo de la tradicional mitología clásica greco-romana y el rescate recreador de sus propias leyendas y tradiciones, pero también la identificación entre la energía vital del hombre y la fuerza creativa de la naturaleza, la poesía como «lengua madre» del género humano y, a la vez, específica de cada pueblo, el genio como libre intérprete de la belleza artística en su multiforme esencialidad. Y si bien el primer Romanticismo dirige sobre todo su atención a la literatura, para una correcta valoración del fenómeno es indispensable tener presente que la expresión literaria es entendida por los románticos en sentido global, como una manera de sentir, de interpretar la existencia, de actuar en la sociedad humana. Sólo partiendo de este supuesto previo se pueden pergeñar las connotaciones ideológicas esenciales del movimiento. El Romanticismo se opone ante todo al Clasicismo, identificado con el Racionalismo del siglo XVIII, en el hecho de que rechaza la fe absoluta en la razón (capaz de garantizar la comprensión total de la realidad) y desdeña el culto de la «objetividad» del arte antiguo propugnado por las poéticas neoclásicas. La oposición no obedece tanto a opciones de orden ideal o estilística, sino que responde a una motivación más «profunda»: la conciencia de la pérdida total de aquel equilibrio entre hombre y naturaleza establecido por los griegos bajo el símbolo orgánico de los mitos; en consecuencia, se convierte en absurda la imitación del arte clásico y el seguimiento de las reglas establecidas por las academias de lo que tenía que ser concebido como arte. De aquí derivan algunos fundamentos estéticos en los que se puede reconocer la influencia más penetrante del pensamiento idealista. La poesía romántica tiene carácter trascendental, en el sentido de que su objeto preeminente es, en último análisis, el propio poetizar («poesía de la poesía»), la manifestación de una creatividad del espíritu que, de otro modo, no se podría plasmar adecuadamente en ninguna forma acabada.
En resumen, el arte humano refleja como un espejo la perfecta obra artística constituida por el universo, única realización posible de lo infinito en lo finito. Sin embargo, incluso en su función superior de «revelador» e intérprete del devenir universal, el poeta advierte su limitación humana, lo que le permite ejercer sobre su creación poética aquel control crítico que se ha designado con el nombre de «ironía romántica» y que, en la embriagadora confrontación entre absoluto y contingencia, le procura una especie de fascinante dolor. La aspiración perenne a los valores del infinito determina, además, un progresivo desplazamiento de los intereses de la literatura a las artes que parecen más próximas a la organicidad de la naturaleza: en la conciencia artística (o, por lo menos, en la teorización estética) del Romanticismo avanzado, la pintura y, sobre todo, la música adquieren un relieve cada vez más dominante. Una vez perfilado el fondo, por así decir, «teórico», se pueden indicar las tendencias más genéricas y normales que, incluso a juicio de la gente común, se suelen atribuir al movimiento. Entre los valores tradicionalmente considerados propios del Romanticismo figuran la afirmación del sentimiento, la propensión a la fantasía, el individualismo, la vida vivida como una lucha continua, la batalla del individuo y de los pueblos por la conquista de la libertad y de los derechos civiles, el choque entre las culturas históricas concurrentes, dentro del ámbito de una visión dialéctica que concede preponderancia al ímpetu de las pasiones sobre la frialdad de la razón.
Estos componentes de orden general forman un cuadro que tiene muy poco de homogéneo y que tiene aplicaciones prácticas muy diversas, que llegan a desembocar en auténticas antinomias histórico-culturales. Por una parte, el ansia de infinito y la incurable insatisfacción procurado por la realidad concreta empujan a los ánimos románticos a la evasión en el espacio y en el tiempo, a menudo a través del sueño, del inconsciente y de lo sobrenatural, si bien es igualmente poderosa la tendencia hacia la construcción de una sociedad más libre y que, al propio tiempo, lleva a la afirmación de criterios político-ideológicos más avanzados, como la recuperación historicista del pasado medieval y el vigoroso impulso dado al moderno concepto de nación. Sin embargo, estos aspectos no están totalmente deslindados en la corriente turbia y un tanto mística del Romanticismo «negro» (que se remonta al filón «gótico» por el que William Blake se transformará en un ilustre representante), abriendo el camino a la filosofía de la naturaleza, hasta llegar a las amplias aplicaciones del ocultismo esotérico (interés por la cábala judía, la magia, la alquimia, el vampirismo, la demonología, etc.).
Ahora bien, resulta problemático fijar con precisión las fronteras cronológicas de cualquier fenómeno artístico; y con respecto al desenvolvimiento del romanticismo en Inglaterra ello es aún más difícil, en virtud de que los propósitos de esta corriente apuntaban hacia la restauración de algunos principios creativos que eran tradicionales en la literatura del país, que podían ilustrarse con innumerables manifestaciones anteriores (la poesía temprana del siglo V, la obra de Shakespeare, la lírica popular) y que nunca habían desaparecido por completo (si bien habían menguado por el influjo del neoclasicismo). Por añadidura, la totalidad del siglo XVIII exhibe significativos anuncios de sensibilidad romántica, al punto de que la crítica se ha sentido con frecuencia tentada a incorporar plenamente, con un criterio, los límites temporales del movimiento apelando a dos sucesos políticos de considerable repercusión nacional: en 1789, la Revolución Francesa produjo en las Islas Británicas reacciones muy contradictorias -ya sea de entusiasmo y aprobación o de antagonismo y desasosiego- e inició un largo período de guerras que sólo habría de concluir veinticinco años después, con la caída de Napoleón; en el otro extremo, el año 1832 señala, en la historia institucional inglesa, el principio de un proceso de transformación, cuyas principales características son el reconocimiento explícito de que el Parlamento –en su condición de representante del pueblo- es depositario natural del poder y la gradual democratización del sistema electoral. En este lapso –que excede las cuatro décadas- queda demarcado con generosidad el apogeo del romanticismo inglés, cuya toma de conciencia debe situarse hacia 1798, cuando varios de los representantes de este movimiento literario intentan una deliberada renovación de la práctica y de la doctrina poéticas. En líneas generales, cabe distinguir con propiedad dos generaciones románticas: la primera alcanza su madurez a principios del siglo XIX con figuras de la talla de Wordsworth, Coleridge y William Blake; la segunda se desenvuelve entre 1815 y 1825, con Percy Shelley (gran poeta y esposo de Mary Shelley, autora de la novela “Frankenstein”), Keats y Lord Byron, quienes mueren expatriados -por el disconformismo, la enfermedad o la rebeldía- antes de haber alcanzado los treinta años.
El romanticismo inglés es, antes que nada, un movimiento poético; y, en tal sentido, prevalece una notoria intención de redescubrir y sistematizar los principios imaginativos que tenían hondas raíces nacionales y que postulaban una amplia libertad y espontaneidad expresivas, frente al agotamiento expresivo del neoclasicismo precedente. Al mismo tiempo, fue una época de abundante teorización poética, orientada en menor grado hacia el aspecto técnico del verso que hacía la fundamentación filosófica de la actividad creadora; pese a los riesgos que entraña tal actitud, el resultado de estas indagaciones fue sumamente estimulante y tuvo considerable repercusión en su época y no sólo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos y en Francia. Por contraste con el auge del verso, no llega a desarrollarse una renovación en la prosa de ficción; a diferencia de lo que sucede en Alemania por aquel entonces, no se advierte una consolidación del cuento; y en cuanto a la novela -al igual que el teatro-, no logra definirse una corriente suficientemente caudalosa y representativa que responda a las nuevas ideas.
William Blake. Aproximación biográfica y estética
El 28 de noviembre de 1757 nace William Blake en el Soho de Londres. De niño fue un ávido lector, mostrando un precoz talento para el arte, que su padre continuamente quiso estimular. No acudió a la escuela, sino que recibió clases de su madre Catherine. En este sentido, se puede decir que su principal formación fue autodidacta, de hecho, se han encontrado en los manuscritos originales numerosos errores de ortografía y gramática. A la edad de 10 años, empezó a asistir a la escuela de dibujo de Henry Pars. Una vez finalizados estos estudios, comenzó sus primeras experiencias en el campo del grabado en el estudio de William Ryland y posteriormente en el estudio de James Basire. Al no llevarse bien con sus compañeros, decide pasar unos meses en la abadía de Westminster, copiando y dibujando formas góticas de la arquitectura local. Más adelante, se matricula en la Royal Academy of Arts, donde su director, Sir Joshua Reynolds, le profesó un auténtico aborrecimiento. No obstante, forjaría una sólida amistad con el escultor e ilustrador John Flaxman. También, entre sus pocas amistades se encontraba Henry Fuseli. Estos dos artistas mostraron una notable predilección por los temas de la imaginación en lugar de por el retrato o el paisaje, que por entonces dominaba el arte inglés. Especialmente, este segundo se acercó al arte que realizó Blake, ya que también este se sintió inspirado por el poeta inglés John Milton, realizando unas obras pictóricas marcadas por visiones terroríficas y fantásticas. A la edad de 25 años, comienza a trabajar como grabador, lo que le supone una fuente de ingresos necesarios para subsistir. En 1782, se casa con Catherine Boucher, hija analfabeta de un florista ambulante, instruyéndola en la lectura y la escritura, el arte del grabado y el dominio del color, de esta manera además de ser su compañera sería su más cercano colaborador profesional. A pesar de la diferencia cultural e intelectual entre ambos, su unión duraría hasta la muerte del poeta.
Para William Blake, las distintas revoluciones que se producen en su época: la revolución norteamericana de 1775 y la francesa de 1789, son generadas por fuerzas de inspiración, siendo el reflejo de uno de los anhelos del género humano: la libertad y con ella la total liberación del corazón, con la llegada de un nuevo orden basado en la virtud, la paz y la felicidad. Aboga por una libertad caracterizada por el individualismo absoluto y la anarquía moral, aspectos que anticipan en varios años a los planteamientos de Nietzsche. En 1818, conoce al mecenas, retratista y paisajista John Linnell, que le presentó a un círculo de jóvenes pintores idealistas que habían mitificado su figura y lo consideraban el único practicante de un arte espiritual. Parece que conocedor y consciente de la cercanía de su partida final, los últimos años se dedica con esmero a finalizar dos de sus obras literarias fundamentales de carácter espiritual “Milton” y “Jerusalén”. Igualmente, en 1821, comienza a elaborar dos de sus últimos grandes proyectos: veintidós grabados para ilustrar el “Libro de Job”, publicado en 1826 y unas ilustraciones para la Divina Comedia, de Dante, quedando incompleto al sorprenderle la muerte el 12 de agosto de 1827 tras sufrir de ictericia.
Sobre si fue genio o loco, existen varias versiones sobre el comienzo de sus repetidas y habituales visiones, encontrándose en algunos casos una gran disparidad de relatos respecto a estas experiencias paranormales. Una de sus primeras visiones se produce a la edad de 4 años, cuando Dios se le aparece a su ventana, observando el entierro de un hada cuyo cuerpo se asentaba en el pétalo de una rosa. Nuevamente, cuatro años después, experimenta otra visión, en este caso con el profeta Ezequiel, que aparece en uno de los árboles del jardín familiar. A la edad de 10 años, en el momento de la muerte de su hermano Robert, dijo que había visto con sus propios ojos como “el alma salía del cuerpo y subía hacia el cielo, exultante de alegría”. Ningún miembro familiar creyó ni quiso asumir las supuestas excentricidades de este imaginativo niño. En cualquier caso, a partir de la adolescencia serán continuos los contactos con ángeles y arcángeles, que se le presentaban de manera amistosa durante los largos paseos que solía dar por la campiña inglesa. Especialmente prolíficas serán sus apariciones durante los meses que se recluye en la abadía de Wetminster, para copiar y dibujar las diferentes formas góticas existentes en el lugar. Entre estas visiones propias del mediumnismo, se le aparece Cristo y sus discípulos, con ciertos mensajes, que le hacen ser consciente del trabajo futuro que debe realizar. Quizás, sea durante su estancia en Wetminster cuando más se desarrollan su clarividencia y conocimientos de hermetismo. Otro momento muy productivo de experiencias sobrenaturales fue su estancia en Felpham (1800-1803). En definitiva, parece que los periodos que pasa en recogimiento interior y viviendo en el campo son los momentos donde se produce una mayor intensidad de estos fenómenos paranormales.
Como se habrá visto, fueron muchísimas las experiencias sobrenaturales, según los diversos biógrafos del poeta, con toda una larga serie de personajes históricos que conversaban con el visionario de una manera totalmente amistosa. Estas visiones, contactos o experiencias paranormales fueron aceptadas por el artista con total normalidad y naturalidad. Ante todo parece que William Blake pudo ser un auténtico médium, ya que estos fenómenos paranormales se presentaban como algo cotidiano. Se le podría definir bajo este concepto ya que él mismo se presentaba como un intermediario entre el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus, transmitiendo los pensamientos de estos mediante sus poesías y obras artísticas. Con motivo de este tipo de experiencias místicas o simples alucinaciones mentales, le apodaron Bad Blake (el loco Blake), ya que nunca ocultó su facultad paranormal de conversar con los espíritus, especialmente con los de Voltaire y Milton. Para muchos, más que visiones místicas sufría de una galopante esquizofrenia. En cualquier caso, todas estas experiencias generan una obra tanto poética como pictórica de carácter indudablemente místico. Sus trabajos se apoyan en revelaciones concretas, que parecían ser claramente vividas por el artista. William Blake siempre mantuvo la tangibilidad de sus alucinaciones, asignando la misma fe a sus visiones que el hombre común puede darle a lo que tiene ante los ojos.
El matrimonio del Cielo y el Infierno (fragmentos)
Visión memorable
Mientras paseaba entre las llamas del Infierno, deleitado con los goces del genio que a los ángeles parece tormento y locura, recogía algunos de sus proverbios pensando que, así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras.
Cuando volví a mi casa, sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo, vi un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas; con llamas corrosivas escribió la sentencia siguiente, comprendida por el cerebro de los hombres y leída por ellos en la tierra:
¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire
es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?
Proverbios del Infierno (selección)
El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.
La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad.
Aquel que no obra y desea, engendra peste.
Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz.
Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas.
Las prisiones están construidas con piedras de la Ley, los burdeles con piedras de la Religión.
El orgullo del pavo real es la gloria de Dios.
La lubricidad del chivo es la generosidad de Dios.
La cólera del león es la sabiduría de Dios.
La desnudez de la mujer es la obra de Dios.
El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.
La alegría fecunda; el dolor da a luz.
Aquel que ha permitido que abuses de él, te conoce.
Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber.
Del agua estancada espera veneno.
Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente.
En un águila miras una porción de genio. ¡Alza la cabeza!
Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces.
Crear una sola flor es un trabajo de siglos.
El mejor vino es el más viejo, la mejor agua es la más nueva.
La cabeza, lo Sublime; el corazón, el Pathos; los órganos genitales, la Belleza; los pies y manos, la Proporción.
El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuosos, sin progreso, son los caminos del genio.
Es mucho mejor asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos que no vas a ejecutar.
El hombre ausente, la naturaleza estéril.
Análisis de los textos de William Blake
La Visión memorable
La fecha de composición con la cual contamos respecto a “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es altamente variable: para algunos críticos este libro, del que sólo analizaremos los fragmentos leídos en clase, fue escrito en 1790, mientras que otros -por la evolución de su poesía, que comenzó siendo de una sencillez transparente hasta que se transformó en un ejemplo de escritura profética y de oscuro sentido- consideran que no pudo ser concluido hasta finales de 1793. Más allá de estos detalles, lo que importa es destacar el tratamiento que William Blake le otorga a la temática del bien y el mal en cuanto términos igualmente útiles a la existencia humana.
Semejante posición ya había tenido sus precedentes en el filósofo alemán Jakob Boehme (1575-1624), una de las influencias más marcantes en la poesía del autor que estamos estudiando. Boehme insistía en la presencia de dos principios en lucha en todos los aspectos de la realidad, principios que son el bien y el mal, atribuyéndole la causa de esta lucha a la presencia en Dios de los dos principios antagónicos, que indicaba con varios nombres: el espíritu y la naturaleza, el amor y la ira, el ser y el fundamento, etc. Estos dos principios estarían unidos estrechamente en Dios en una especie de lucha amorosa. “La divinidad -escribirá Boehme en su libro Aurora, editado póstumamente en 1634- no se está tranquila, sino que sus potencias obran sin tregua y luchan amorosamente, se mueven y combaten, como sucede con dos criaturas que juegan amándose una a otra y se abrazan y se estrechan; a veces una es vencida, a veces la otra, pero el vencedor se detiene en seguida y deja que la otra vuelva a su juego”. En otros términos, el dualismo del bien y del mal está en Dios mismo y en Él libran los dos principios una lucha “amorosa” en la que ninguno queda definitivamente derrotado; y si tomamos en cuenta esta fuente, ya sabremos descifrar el contenido de un título simbólico que Blake planteó para su libro: la idea de “matrimonio” implica la aceptación de nuestra conformación psicológica, marcada por la contradicción en las figuras del “cielo” y el “infierno” pero que propone a su vez una síntesis de los opuestos en juego. Chesterton ha sido quien definió de manera clara esta actitud: “Blake reitera... que sólo puede ser adorable aquello que es digno de ser amado, que la divinidad está en una persona o en la brisa; que cuanto más conozcamos las cosas altas, más habremos de hallarlas palpables y encarnadas; y que la forma entera de los cielos es toda semejanza de la apariencia de un hombre”. Es decir, que todo lo genuinamente humano es representación de Dios y ya sabemos que Dios admite una dualidad reconocible en el hombre cuando éste oscila entre la voluntad racional y los instintos oscuros. Por tanto, lo que va contra la unidad natural, la división del hombre en dimensiones opuestas, niega algo que le es esencial. En la filosofia del siglo XIX retornan estas ideas de la mano de Schelling (1775-1854), el cual sostenía que en Dios existe no sólo el ser, sino que como fundamento de este ser hay un sustrato o naturaleza que le es diferente y es un oscuro deseo, un inconsciente deseo de ser, de salir de la oscuridad y de lograr la luz divina. Sin embargo, Schelling afirmaba que, estando estos dos principios estrechamente unidos en Dios, desaparece cualquier distinción posible entre lo que es el Bien y el Mal; en cambio, con la separación de estos dos principios en el hombre nace la posibilidad del Bien y del Mal y también la posibilidad de su contraste. Vale destacar que, para Blake, esto último no ha sido más que una interpretación deliberadamente errónea de las religiones establecidas como una forma de ejercer dominio sobre los hombres, inculcándoles la culpa y el remordimiento ante lo que hacen, sienten y piensan.
También vale destacar que “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es también un primer intento de recrear el Satán según la versión que John Milton había elaborado en su poema extenso “El Paraíso Perdido”. Blake percibió que su poeta preferido sentía una simpatía secreta por el ángel condenado; de ahí que lo describiera desde el punto de vista opuesto al de las instituciones religiosas que, incluso en la actualidad de nuestro tiempo, permanecen. Como diría el autor que estamos estudiando, el motivo por el cual “Milton escribió encarcelado cuando habló de los ángeles y de Dios, y en libertad cuando habló del Infierno y los Demonios, estriba en que se trata de un verdadero poeta y que se había puesto del lado de los Demonios, sin saberlo”. La clave de semejante actitud es que, en Blake, hay una independencia y un vigor insuperable en su escritura, por virtud de los cuales echa por tierra los juicios más tradicionales y consagrados por la autoridad y las costumbres.
En relación a la estructura formal de los textos que constituyen uno de los libros más impactantes de este poeta inglés, vemos que nos dejan en una situación incómoda. ¿Es poesía o es prosa? ¿O será que es la unión de dos géneros dando lugar a otra modalidad difícil de clasificar? Sabemos que el romanticismo europeo apeló a la fusión entre el arte y la vida, el diálogo entre prosa y poesía; al cargar de idealismo la prosa (cuyo lenguaje se mueve en el terreno de una realidad palpable y concreta, es decir, de descripción reconocible), se renueva el lenguaje poético (movido por los mecanismos de la imaginación como son los casos conocidos del símbolo y la metáfora), determinando el carácter de una nueva transgresión: la prosa poética, que en gran parte de los autores se confunde con una actitud vital. La experiencia poética es la experiencia de la vida, perdiéndose así las fronteras entre poesía y prosa: sólo sabiendo esto entenderemos porque la visión profética de Blake es impensable sin la imagen poética. Entre lo que escribe y lo que algunos consideraban alucinaciones, aunque para el autor no lo fueran, se origina un todo compacto. El poema es un objeto hecho de palabras, pero como objeto creado por el hombre también es autoconsciencia, autocreación, el poeta recrea (re-inventa) la visión que tiene del mundo y de sí mismo dándole un nuevo significado. Ya habíamos visto que la estética neoclásica había trazado una división entre vida y arte. El movimiento romántico que se extiende por toda Europa funde la vida y el arte, es su ideal estético y al mismo tiempo una ruptura con la estética anterior. La vida adquiere resonancias en la obra de arte: todo se corresponde porque todo rima en el universo. Así, surge la experiencia del yo del poeta como expresión del ritmo del universo. O sea, cuando decimos que “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es un libro de poesía, hemos adoptado una perspectiva que va más allá de las disposiciones formales del texto, y que nos permite decir que las "visiones memorables" o los “proverbios” son poemas, aunque escrito en prosa. Y en esa prosa encontramos que el lenguaje poético es en cierta medida una violación del lenguaje establecido, y la experiencia de la lectura poética nos enseña que la poesía se basa en una renovación del lenguaje, donde renovación es sinónimo de invención, reestablecimiento y formación.
Comencemos, entonces, por el análisis de la “visión memorable” -la primera de las cinco que vertebran esporádicamente el libro-, especie de viñeta o escena que presenta una situación que ayuda a entender el hilo argumental o temático de un texto en su conjunto y que reflejan las experiencias extrasensoriales del autor en relación con el mundo de lo divino. Si bien ese aspecto surge de lo estrictamente biográfico, también llama la atención que esa secuencia de situaciones y paisajes poéticos recuerden, intertextualmente, a Dante Alighieri y su “Divina Comedia” cuando pasea “entre las llamas del infierno” y ve a “un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas”. “Las bodas del cielo y el infierno” reconstruye, entonces, la perspectiva dantesca del viaje a lo sagrado, desde una inmersión en los terrenos de la imaginación y la fantasía tal como lo entendían los románticos ingleses. Según ellos, es natural en el hombre la existencia de una facultad creadora, que lo lleva a configurar sus emociones y sentimientos en obras de arte, cuyo lenguaje equilibrado, armónico y universal, les confiere paradójicamente una objetividad absoluta, una validez totalmente emancipada de las circunstancias que la engendraron. Incluso se ha llegado a sostener que la capacidad imaginativa del poeta revela, a un nivel plenamente consciente e intencional, esa voluntad operativa de la divinidad que solo en forma indirecta, se trasluce en la constante y dinámica transformación del mundo natural. En suma, que el hombre es un animal imaginativo, que la imaginación es lo que nos hace a imagen y semejanza de Dios y que la poesía -máxima expresión de nuestra vocación específicamente creadora- es una labor imaginativa, orgánica y simbólica que debe tomarse como cifra de nuestra misión en la vida. Por último corresponde destacar la relación íntima que los románticos establecían entre el sentimiento poético y la exploración de las regiones más profundas y penumbrosas de la conciencia: quizás allí esté la clave del porqué de las metáforas que hablan de cruzar “sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo”. La imaginación toma el mito en su significado de potencia creadora y liberadora del alma humana, permitiendo profundizar el viaje en el territorio de las palabras, los símbolos y las imágenes, allí donde el sentimiento es una de las más importantes manifestaciones del misterio y la trascendencia. Cruzar ese “abismo” o esa “doble llanura” de los que habla el yo lírico significa desacondicionarse de la percepción que la sociedad y su enseñanza nos inculcaron respecto a las realidades más profundas del ser humano, es decir, el mundo de los impulsos más secretos que rigen nuestra conducta y nuestros pensamientos, pero también el de los vínculos que mantenemos con la divinidad.
Vale preguntarse ahora qué significación adquiere ese infierno, y el demonio que pronuncia los dos versos puestos en cursiva por el autor y que escapan de la estructura prosemática. Desde el momento mismo que existe un cuestionamiento radical del concepto de pecado en cuanto violación intencional de un mandamiento divino que generalmente se confunde con lo moral, Blake propone una reinvidicación de ese espacio simbólico que es el infierno, proponiendo así una estética de la transgresión o, si se quiere, la rebelión como acto poético. Remontándonos de nuevo a lo que es el movimiento (pre)romántico, tengamos en cuenta que los artistas de ese período reniegan de un mundo cuya historia ha distorsionado el sentido de la naturaleza humana, corrompiéndola a través de las malinterpretaciones de la religión y la filosofía y la represión que el poder -en todas sus manifestaciones- ejerció de manera sistemática sobre los impulsos creadores y libertarios del hombre. Pero cuestionar radicalmente el estado en que se encuentra el mundo y el por qué de su existencia es, de alguna manera, cuestionar y enfrentarse al que lo creó, o sea, al Dios dominante y vengativo que las instituciones establecidas enseñaron, sumergiendo al hombre mismo en un estado de eterna condena y promoviendo una sociedad -léase un conjunto de valores- que establece la esclavitud y la degradación como formas de dominio y domesticación. Ante ese panorama, la poesía promueve la necesidad de un mundo nuevo, distinto al que conocemos, y eso implica enfrentarse a ese Dios antiguo y a las instituciones que actúan en su nombre a través de una figura que le sea opuesta: el demonio, sinónimo de una fuerza presente en la totalidad de la creación y que lleva a la liberación del hombre de las limitaciones que impone una moralidad hipócrita y reseca por medio de la acción y el conocimiento.
Ahora bien, ¿por qué la acción y el conocimiento? Como se habrá visto, actuar presupone no ser pasivo, reafirmar la individualidad, descubrir y mantener la diferencia frente a una masa amorfa y moldeable que rechaza lo que rompe con los conformismos que le dan seguridad, aunque sean erróneos y limitantes. Conocer, por otro lado, significa superar la ilusión y la mentira que nos aprisionan y que nos vuelven juguete de todo lo que detente el poder, representado en la figura totalizadora -y totalitaria- de Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Adán y Eva fueron castigados con la expulsión del Edén porque aceptaron lo que la Serpiente ofrecía: comer el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, ya que si lo hicieran irían a “ser como dioses”. A partir de este tramo del relato bíblico, se sobreentienden dos aspectos: 1- El Bien significa obediencia, pasividad y sumisión. Dios impone el mandato de que el fruto no sea comido porque el conocimiento del Bien y del Mal sólo está a su servicio; el hombre debe mantenerse en la subordinación y, por lo tanto, no debe aspirar a pasar por encima de su condición y quedar a la par de su Creador; 2 – El Mal implica aceptar que el hombre puede actuar y optar por sí mismo más allá de lo establecido, lo que transforma al Mal mismo en potencialidad activa. Blake diría que “el Bien es el elemento pasivo sumiso a la Razón. El Mal es el activo que brota de la Energía”; pero “la Energía es la única vida y procede del cuerpo; y la Razón es el límite o circunsferencia de la Energía”. Por lo tanto, si “la Energía es una delicia eterna”, vale sumergirse en ella totalmente para afirmar la individualidad a través de todas las experiencias más intensas y posibles; en otras palabras, ser “como dioses”, ya que “el camino del exceso conduce al palacio de la Sabiduría”. No en vano algunos de los nombres más conocidos de la personificación del Mal es Lúcifer o Luzbel, que significan precisamente “aquel que lleva la luz” o “príncipe de la luz”; y la luz, en cuanto imagen de larga tradición filosófica, es el criterio rector del pensamiento y de la conducta del hombre, es la condición de todo conocimiento verdadero. En otros términos, la luz de la verdad que, partiendo de lo demoníaco en cuanto divinidad, ilumina directamente al alma y la guía es un concepto típico de la poética pre-romántica de Blake. De allí la importancia que tiene la presencia de “la llama corrosiva” -ejemplo de metáfora hiperbólica- con que se escribe la sentencia infernal que cierra la “visión memorable”: el fuego purifica y renueva, llevando a que su fuerza detructiva o “corrosiva” sea interpretada, a menudo, como medio para conseguir el renacimiento en una esfera superior. El hombre deja de ser un esclavo de las convenciones y los miedos -es decir, renace- cuando entra en contacto con la verdad de lo que es su verdadera naturaleza que sólo ha conocido limitaciones. Por eso la pregunta retórica del demonio se transforma, a su vez, en una especie de desafío que nos obliga a romper las barreras que el mundo y su jerarquía impusieron sobre nuestra percepción de la realidad: ¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire/ es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?
Detrás de los símbolos que plantean estos versos conclusivos, se pueden percibir algunos enfoques que ya no nos remitirían precisamente a Boehme sino a Paracelso, mago y alquimista alemán (1493-1541). Mientras el pájaro, según diversas tradiciones religiosas, se lo considera como intermediario entre el cielo y la tierra (aunque también se lo puede tomar como la encarnación de lo inmaterial, es decir, el alma), con frecuencia el aire fue entendido como un reino intermedio hostil entre el ámbito terrenal y el espiritual. En otros términos, el alma busca situarse entre lo terrenal y lo espiritual, entre el Cielo y el Infierno, buscando la síntesis de los opuestos para experimentar la totalidad de la existencia. La pregunta retórica del demonio plantea, como ya lo había hecho Paracelso, que los cinco sentidos que rigen nuestra forma de conocimiento no nos permite tantear otras posibilidades de lo real: es necesario apelar a otras vías como la revelación, entendida como la manifestación de la realidad suprema a los hombres, es la manifestación de lo divino en la naturaleza y en el hombre. El concepto de la realidad natural y humana como manifestación de un Principio sobrenatural, aunque algo imperfecta, implica aceptar lo que Blake afirmaba, como más tarde lo haría Jim Morrison, que “si las puertas de la percepción fueran abiertas, las cosas se nos aparecerían tales como son: infinitas”. Y el infinito produce entusiasmo y embriaguez, porque lo infinito supone la desaparición de los límites. Si el hombre lograra percibir el infinito, conocería esa absoluta libertad -noción que también representa el pájaro-, que solo puede producir “goce y deleite”.
A través de la observación de cada pájaro que hiende el camino del aire se puede descubrir la verdad de lo divino, de ese demonio que lleva la verdadera luz: los más profundos deseos de afirmación del hombre son casi desconocidos para él mismo, escapan a la razón, porque pertenecen más al campo del espíritu y pocos están dispuestos a descubrirlos y afrontar las consecuencias. No todos en la sociedad soportarían ver aquello que rompe las estructuras y proponen dejar de lado lo viejo y lo ya sabido: la libertad absoluta que surge del actuar y el conocimiento verdadero produce miedo en los sumisos, en los que obedecen las normas de lo establecido. En suma, de los que practican el Bien porque sus verdaderos deseos de conocer la libertad y vivirla consecuentente son lo suficientemente débiles como para ser reprimidos.
Los Proverbios del Infierno
Ya habíamos visto porque la escritura de Blake se la puede considerar poética, aunque estructuralmente mantenga la forma típica de la prosa. La presencia de elementos metafóricos, de hipérboles, comparaciones e imágenes simbólicas, proponen una lectura imaginativa en la que el autor revela una mirada particular del mundo que le tocó vivir, replanteando de ese modo una nueva escala de valores.
Ahora bien, entre los textos manejados en clase nos encontramos con los proverbios de “El Matrimonio del Cielo y del Infierno”. Pero, ¿qué son los proverbios? Según los diccionarios de términos literarios, el proverbio es una sentencia, una figura de pensamiento en la que se expresa una máxima breve y doctrinal, y que generalmente encierra una reflexión profunda, clara y concisa sobre experiencias éticas y estéticas. Por otro lado, el proverbio -en William Blake- no es una sentencia que condene: propone, más bien, la liberación. Saca a flote una verdad olvidada, transformándose así en un punto de encuentro entre la idea razonada y la intuición. En otros términos, el proverbio demuestra la fusión que existe entre poesía y filosofía: de la poesía tiene el ritmo y la captación de los contrarios, encontrando relaciones entre objetos y seres totalmente diferentes. De la filosofía muestra el poder de cuestionar lo ya existente y aceptado.
A partir de estas explicaciones, podemos entender por qué este conjunto de proverbios se los cataloga como del infierno: porque “así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras”. Recordemos otras observaciones pertinentes al caso: desde el momento mismo que existe un cuestionamiento radical del concepto de pecado en cuanto violación intencional de un mandamiento divino que generalmente se confunde con lo moral, Blake propone una reinvidicación de ese espacio simbólico que es el infierno, proponiendo así una estética de la transgresión o, si se quiere, la rebelión como acto poético. Remontándonos de nuevo a lo que es el movimiento (pre)romántico, tengamos en cuenta que los artistas de ese período reniegan de un mundo cuya historia ha distorsionado el sentido de la naturaleza humana, corrompiéndola a través de las malinterpretaciones de la religión y la filosofía y la represión que el poder -en todas sus manifestaciones- ejerció de manera sistemática sobre los impulsos creadores y libertarios del hombre. Pero cuestionar radicalmente el estado en que se encuentra el mundo y el por qué de su existencia es, de alguna manera, cuestionar y enfrentarse al que lo creó, o sea, al Dios dominante y vengativo que las instituciones establecidas enseñaron, sumergiendo al hombre mismo en un estado de eterna condena y promoviendo una sociedad -léase un conjunto de valores- que establece la esclavitud y la degradación como formas de dominio y domesticación. Ante ese panorama, la poesía promueve la necesidad de un mundo nuevo, distinto al que conocemos, y eso implica enfrentarse a ese Dios antiguo y a las instituciones que actúan en su nombre a través de una figura que le sea opuesta: el demonio, sinónimo de una fuerza presente en la totalidad de la creación y que lleva a la liberación del hombre de las limitaciones que impone una moralidad hipócrita y reseca por medio de la acción y el conocimiento.
Ahora bien, ¿por qué la acción y el conocimiento? Como se habrá visto, actuar presupone no ser pasivo, reafirmar la individualidad, descubrir y mantener la diferencia frente a una masa amorfa y moldeable que rechaza lo que rompe con los conformismos que le dan seguridad, aunque sean erróneos y limitantes. Conocer, por otro lado, significa superar la ilusión y la mentira que nos aprisionan y que nos vuelven juguete de todo lo que detente el poder, representado en la figura totalizadora -y totalitaria- de Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Adán y Eva fueron castigados con la expulsión del Edén porque aceptaron lo que la Serpiente ofrecía: comer el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, ya que si lo hicieran irían a “ser como dioses”. A partir de este tramo del relato bíblico, se sobreentienden dos aspectos: 1- El Bien significa obediencia, pasividad y sumisión. Dios impone el mandato de que el fruto no sea comido porque el conocimiento del Bien y del Mal sólo está a su servicio; el hombre debe mantenerse en la subordinación y, por lo tanto, no debe aspirar a pasar por encima de su condición y quedar a la par de su Creador; 2 – El Mal implica aceptar que el hombre puede actuar y optar por sí mismo más allá de lo establecido, lo que transforma al Mal mismo en potencialidad activa. Blake diría que “el Bien es el elemento pasivo sumiso a la Razón. El Mal es el activo que brota de la Energía”; pero “la Energía es la única vida y procede del cuerpo; y la Razón es el límite o circunsferencia de la Energía”. Por lo tanto, si “la Energía es una delicia eterna”, vale sumergirse en ella totalmente para afirmar la individualidad a través de todas las experiencias más intensas y posibles; en otras palabras, ser “como dioses”, ya que “el camino del exceso conduce al palacio de la Sabiduría”. No en vano algunos de los nombres más conocidos de la personificación del Mal es Lúcifer o Luzbel, que significan precisamente “aquel que lleva la luz” o “príncipe de la luz”; y la luz, en cuanto imagen de larga tradición filosófica, es el criterio rector del pensamiento y de la conducta del hombre, es la condición de todo conocimiento verdadero. En otros términos, la luz de la verdad que, partiendo de lo demoníaco en cuanto divinidad, ilumina directamente al alma y la guía es un concepto típico de la poética pre-romántica de Blake. Los proverbios reflejan ese aspecto al dar un conjunto de valores que trastoca lo que se nos acostumbró a ver como normal y, por lo tanto, bueno.
Para empezar, se destacan en ellos los siguientes núcleos temáticos: 1) La noción del deseo como empuje, habitual y constante, hacia la acción en cuanto vía de conocimiento absoluto, en cuanto vía de realización. O sea, el hombre se realiza actuando, se forma en la acción. 2) Como consecuencia de esto, la valorización de la experiencia. Si el ser humano crece y se desarrolla como individuo a través de la acción, entonces tendrá que estar abierto a la experiencia: mientras más intensa y rica, más poderosa será esa individualidad y su afirmación frente a la sociedad, que representa la nulidad, la aniquilación del yo en el nombre de un “nosotros” domesticado y moldeable. 3) La reivindicación del genio artístico, es decir, el talento inventivo o creador en sus más perfeccionadas manifestaciones que no necesita seguir reglas, lo que lo hace estar más cerca de la naturaleza que de la razón. 4) La afirmación del cuerpo y la sexualidad frente a una sociedad regida por el puritanismo religioso. Vale agregar que existen otros puntos de interés tan importantes como éstos, pero por una cuestión de tiempo y delimitación -el texto es sumamente vasto en interpretaciones- sólo tocaremos los aspectos anteriormente mencionados.
Dentro del primer núcleo temático, es decir, la noción del deseo como empuje hacia la acción, se encuentran las máximas siguientes: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría” – “La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad” – “Aquel que no obra y desea, engendra peste” – “Del agua estancada espera veneno” – “Es mucho mejor asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos que no vas a ejecutar”. Preferiremos hablar de la palabra “deseo” en el sentido de inclinación o tendencia hacia el involucramiento, hacia la acción, que permite explicar el movimiento de la historia humana, entender esa asombrosa persistencia que la humanidad ha tenido respecto del hecho de estar viva. Desear es acaso la actitud más permanente que tenemos en cuanto seres humanos. El deseo nos pone en obra, nos moviliza, nos empuja, nos dirige, nos coloca en la situación de búsqueda y creación. El deseo es, en ese sentido, el reconocimiento de la incompletud humana, de la falta, de la ausencia, de que carecemos de algo que nos resulta importante por algún motivo. El deseo nos ubica en la vivencia de una cierta penuria, nos pone en situación de necesidad, de ansiedad. Decía Locke en uno de sus ensayos más famosos que llamamos deseo al malestar que provoca en un ser humano la experiencia de la ausencia, de la carencia de algo cuya posesión actual se le representa como un deleite, como una satisfacción. Concluía que la principal explicación de la actividad humana era el malestar, el deseo.
El deseo nos invita a salir de nosotros mismos, nos pone en contacto con lo otro y por lo tanto con nuestros límites pero también con nuestra posibilidad de ser -recuérdese el planteo de Schelling respecto a la naturaleza real de Dios-. Mediante la vivencia de ese algo que falta somos capaces de entrar en contacto con lo que aún desconocemos, con lo que nos es ajeno y quisiéramos que nos fuera propio y también con lo que no lo será nunca. Lo otro se torna, así, límite de lo posible y también el único espacio donde lograr la satisfacción del deseo: de lo contrario, de no aceptar ese hecho, engendraremos “veneno” o “peste”, metáforas de la frustración que sólo puede hacer de la vida humana un pozo de amargura y neurosis que contamina nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Sin embargo, el deseo también nos arroja al mundo. El deseo nos expone a la angustia y a la esperanza. La angustia surge ante la posibilidad del fracaso. El deseo se vincula doblemente con el fracaso. Además, el deseo puede no alcanzar nada de lo que pretende. La persona que ama puede no recibir más que el desprecio de quien es la depositaria de sus anhelos; el atleta puede sufrir una lesión que lo desplace de la competencia para la que se preparó tan esforzadamente. En este sentido, podríamos decir que el deseo se vincula accidentalmente con la angustia. Podrían ocurrir esas fatalidades, pero bien podrían no ocurrir y dado que quizá haya más probabilidades de que no ocurran, nos comportamos como si no fueran a suceder: por eso la necesidad de superar el miedo y olvidarnos de esa Prudencia personificada en los proverbios como “una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad”, ya que en su cobardía disimulada no crea ni genera nada, sólo gana en seguridad pues nunca se arriesgará por algo.
También está la sensación de fracaso que es inherente a cualquier intento de satisfacer nuestros deseos: entre estos últimos y su realización, hay una distancia insalvable. Toda realización del deseo es infinitamente menos satisfactoria que lo que el deseo espera. En ese sentido nada nos colma nunca plenamente. Ningún logro es suficiente, ningún éxito es bastante. Toda sensación de saciedad está marcada por la fugacidad. El deseo, poseedor de un hambre infinita, nos obliga una y otra vez a engullirnos la presa de sus anhelos. El deseo parece necesitar una eternidad para saciarse. Sin embargo la realización del deseo no puede hacerse más que en el mundo de la temporalidad, donde todo está signado por la fugacidad por más corta o larga que pretenda ser. Además, la realización del deseo siempre cae más acá del deseo, siempre hay un resto de deseo que permanece incumplido, algo que se quiso decir y no se dijo, algo que se quiso hacer y no se pudo. Ni uno ni mil besos agotan el deseo de besar; ni uno ni mil atardeceres maravillosos logran hacernos desistir del deseo de ver caer el sol sobre el horizonte. Quizá los artistas sean quienes más puedan dar fe de este fracaso: querer cumplir con nuestros impulsos hasta donde sea posible, recorrer “el camino del exceso”, nos lleva a esa especie de sabiduría aunque algo desencantada y que, a su vez, madura al individuo haciéndole conocer el alcance de sus posibilidades de realización.
Respecto al segundo núcleo temático, la valorización de la experiencia como fuente de individuación engloba los siguientes proverbios: “Aquel que ha permitido que abuses de él, te conoce” – “Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber” – “El mejor vino es el más viejo, la mejor agua es la más nueva” – “Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente” – “Crear una sola flor es un trabajo de siglos”. Desde un punto de vista poético, el concepto de experiencia lleva al contacto del individuo común con la vivencia directa: el sentimiento, el deseo, el amor. Para entender mejor el alcance que Blake propone en su poesía, tomaremos dos definiciones de experiencia de un pensador alemán del siglo XX, Walter Benjamin: la experiencia es "la captación que el sujeto hace de una realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente antes de todo juicio formulado sobre lo aprehendido". También la experiencia puede ser entendida como "el hecho de soportar o sufrir algo, como cuando se dice que se experimenta un dolor, una alegría, etc".
Detrás de estas dos concepciones, se esconde una idea común: la necesidad de conocer y, a partir de ahí, crear, percibir el mundo sin ideas prefabricadas, sin prejuicios. Sin embargo, tanto Blake como Benjamin nos alertan acerca de lo doloroso que llega a convertirse para el hombre moderno un acercamiento directo a las cosas del mundo, lo que de paso nos lleva a la vieja concepción del desafío demoníaco trabajado anteriormente en la “Visión Memorable”. Entre nosotros y el mundo se han levantado toda una serie de elementos: desde un complejo entramado de conceptos hasta un sistema moderno de regulaciones propias de las instituciones políticas y religiosas (que podría incluir, en la actualidad, los medios masivos de comunicación) que no nos permiten ver la realidad con nuestros ojos y reconocer que vivimos sumergidos en la ignorancia de todo lo que nos rodea. Por eso la crisis de la experiencia implica la dificultad que tiene el sujeto concreto de disfrutar de un hallazgo abierto y no mediatizado con el mundo. La "experiencia" resulta, ya sea para el poeta inglés del siglo XVIII como para el filósofo alemán del siglo XX, una filosofía que de la contemplación se transforma en acción de comunicar nuevos sentidos de lenguaje capaces de incidir sobre la realidad. El arte no se conformará en ser sólo un ritual religioso o la búsqueda de la belleza sino que tratará de ser una práctica política, una relación crítica capaz de dinamitar los diques clásicos de la contemplación y enfrentarnos a un tenaz reto de transformación en las maneras de percibir nuestro mundo. Esa transformación la elabora el poeta en aras de un lenguaje que cruza por el centro mismo de las distintas expresiones simbólicas humanas: mito, religión, razón, arte, filosofía. En otros términos, propone una revisión de los valores que rigen una sociedad determinada.
El tercer núcleo temático, la reivindicación del genio, aparecen en los siguientes proverbios: “Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz” – “En un águila miras una porción de genio. ¡Alza la cabeza!” – “El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuosos, sin progreso, son los caminos del genio”. La noción de genialidad, tras haber sido elaborada por primera vez en la época romántica, ha entrado a formar parte del lenguaje moderno. Esta noción designa la condición de algunos hombres dotados de un talento creativo innato y excepcional, capaces por ello de realizar obras que van más allá de lo previsible, hasta el punto de superar en ocasiones la capacidad de comprensión de sus contemporáneos. En el ambiente romántico, la encarnación del genio fue Miguel Ángel, cuyo reconocimiento por parte de la crítica creció a principios del siglo XIX hasta el punto de crearse un término específico (miguelangelismo) para designar aquellos intentos de emular su grandeza, su naturaleza sobrehumana y potente.
Sin embargo, existe un aspecto paradójico en la descripción romántica del genio: si éste es alguien que no acata ninguna disciplina establecida y si la esencia de su trabajo creador consiste en ir contra todas las reglas, evidentemente es imposible dar una definición exhaustiva de la genialidad, que se convierte así en un concepto indefinible desde un punto de vista teórico. Ello no impidió ocuparse del problema a los pensadores y artistas de los siglos XVIII-XIX; antes al contrario: aunque la genialidad es inexplicable en sí misma, es posible sin embargo determinar las particularidades personales en los grandes genios del pasado. Por otro lado, el romanticismo subrayó los aspectos comunes entre el genio y la locura. Por su propia naturaleza, ambos son una superación de los límites e indican una condición humana más allá de las normas impuestas por la normalidad, por el sentido común y por las reglas de la lógica, o por “los caminos derechos del progreso”. La única diferencia entre estas dos manifestaciones del espíritu radica en su dimensión social: efectivamente, la obra del loco es original, revolucionaria e imprevisible como la del genio, pero es excéntrica y puramente subjetiva; no es, según el término introducido por Kant, magistral (es decir, capaz de atraer imitadores y fundar una escuela).
Schopenhauer, filósofo alemán contemporáneo de Blake, definió como genial la condición propia del conteplador puro de las ideas, capaz de alcanzar un estado de total desinterés (indiferencia) hacia el mundo y de descubrir los valores universales en las cosas concretas, convirtiéndose en un puro ojo del mundo. “Mientras que para el hombre común su propio patrimonio cognoscitivo es la linterna que ilumina el camino, para el hombre genial es el Sol el que revela el mundo”, afirmó este filósofo, quien no dudó en añadir que esta condición roza peligrosamente la locura porque supera el principio de razón.
Por último nos queda la afirmación del cuerpo y la sexualidad frente a una sociedad regida por el puritanismo religioso, cuestionando de ese modo los pilares de la moralidad occidental: “Las prisiones están construidas con piedras de la Ley, los burdeles con piedras de la Religión” – “La lubricidad del chivo es la generosidad de Dios” – “La desnudez de la mujer es la obra de Dios” – “Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces” – “La cabeza, lo Sublime; el corazón, el Pathos; los órganos genitales, la Belleza; los pies y manos, la Proporción”. Blake observa que, bajo la influencia del cristianismo y sus variantes (el catolicismo, el protestantismo, el anglicanismo, etc.), no siempre ha habido un entendimiento profundo de la sexualidad humana como reflejo y prolongación de la unión de los opuestos, ya sea entre el cielo y el infierno, entre lo masculino y lo femenino, como caracterización de nuestra naturaleza divina. Si nos fijamos en la tradición bíblica, desde el Cantar de los Cantares de Salomón -uno de los poemas más hermosos que el erotismo antiguo nos ha ofrecido- a las Cartas a los Romanos del Nuevo Testamento, hay un abismo: San Pablo (el autor de las cartas) condena la sexualidad como una mancha corruptora ("bueno le sería al hombre no tocar mujer") y sólo admite el casamiento como medio para evitar las "fornicaciones". El escritor cristiano Tertuliano (155-220 d.C.) llega incluso a borrar la diferencia entre el matrimonio y la prostitución ("toda unión carnal entre hombre y mujer es un acto bochornoso"). En el libro La Ciudad de Dios, San Agustín indica que el orgasmo despoja al hombre de su conciencia y de su capacidad para distinguir entre el bien y el mal, y agrega que es sintomático que el hombre llegue al mundo entre "defecaciones y orina", en tanto que para Santo Tomás de Aquino, el acto sexual representa la contaminación del seno materno.
En el s. XVIII, época de William Blake, el pensador Jacques Rousseau recomendaba mantener a los niños en la ignorancia de lo sexual para "no estimular su curiosidad" y "provocarles asco para ahogar su fantasía". Los moralistas modernos de hoy en día utilizan en cambio la estrategia "liberal": Educación Sexual aséptica, vía explicación médica (mecánica) de "los órganos de reproducción" y de los "medios de anticoncepción", sin mencionar ni por asomo la palabra placer, muchísimo menos aún la noción de sexualidad integral o de erotismo creativo, para finalmente rubricar su "educación" proyectando videos de órganos devorados por las pestes venéreas para "prevenir" mediante el miedo y la repugnancia. Y lo que sucede es que, privado el ser humano de temporadas de celo y de su consecuente abstinencia, todas las sociedades han tratado de imponer frenos, barreras y tabúes, en el nombre de los más distintos propósitos y/o pretextos. Habría razones antropológicas de aparente validez: por ejemplo, en casi todos los grupos humanos se ha prohibido el incesto, tratando de proteger a la raza humana contra los peligros de las mutaciones genéticas; y no se puede negar tampoco que aquello de "no desear a la mujer del prójimo" -en una sociedad patriarcal y de propiedad privada- es, más que una llamada a evitar el "pecado", una conveniente precaución contra los conflictos sociales que podrían derivarse de la concreción de ese deseo. Sin embargo, también ha sucedido que la diligencia de los guardianes de "la moral" ha llegado a abismos dignos de una profusa antología del horror, en su afán por contener lo incontenible: órbitas arrancadas, manos cercenadas, cinturones de castidad, jaulas para genitales masculinos, cuerpos ulcerados, infibulaciones, castraciones, hogueras, y empalamientos son algunos de sus legados.
El cristianismo y las variantes mencionadas, fuertemente influenciados por el pensamiento platónico, convirtió la carne en sinónimo de degradación, fuente de tentación y terreno propicio para el pecado. Detrás de los ardores corporales, estaba la pezuña de Satanás, los tormentos de la culpa y la caída a los infiernos, cuando en realidad la sexualidad nos lleva ante la presencia vehemente del deseo, desaparece el pasado y el futuro, el cuerpo se vuelve puro presente, desea entregarse al gozo y satisfacerse en ese instante, sin importarle cómo, dónde, con qué ni con quién; para obtener el éxtasis puede incluso -aunque solo fuere por breves segundos- abandonarse a la seducción del dolor más atroz o de la misma muerte.
¿Qué papel juega entonces la presencia de lo erótico en medio de este panorama? Uno fundamental: el erotismo -al contrario de la pornografía- no se concentra solo en los genitales, no reduce al ser humano a una caricatura lasciva o a un fuelle hidráulico de alto rendimiento, no empobrece la vida reproduciendo en el "amor" la agresividad de una sociedad enferma ni las texturas planas del "marketing", ni el maniqueísmo de las ideologías deshumanizadoras. Por el contrario, nace de la necesidad de expresar estéticamente lo prohibido e innombrable en cuanto configura un desacato no sólo del decoro verbal de una época sino de las normas y jerarquías sociales. Si la sexualidad representa lo más reprimido y perseguido de nuestra condición humana, reafirmarlo implica dar vuelta las prohibiciones y los tabúes que conforman la hipocresía de una cultura que, por miedo a los impulsos que rigen nuestra naturaleza, ajena a los condicionamientos y las leyes, transformó la moralidad y sus normas en cárceles y ataduras. Reafirmar lo erótico, presente en nuestra conformación, es reafirmar la necesidad de una sociedad nueva en la que hombres y mujeres se miren sin culpas y sin vergüenzas, se miren libres del peso de una tradición ignorante. Si el ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (que no tiene nada que ver con ese Dios que las iglesias inventaron), entonces no hay nada que condenar: el hombre mismo, se lo mire por donde se lo mire, es modelo de perfección y belleza. Tal vez entender esta perspectiva típica de la poesía y el pensamiento romántico de Blake implique aceptar la escritura revolucionaria que todavía espera ser leída y rescatada del olvido.
Martín Palacio Gamboa
La complejidad del Romanticismo, el gran movimiento cultural que desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX invade la literatura, las artes, el pensamiento filosófico, la mentalidad, las costumbres y los gustos de la civilización occidental, no se presta a una definición unívoca y coherente. En efecto, son múltiples y, a menudo, contradictorias las tendencias que entroncan con el concepto general de Romanticismo, con manifestaciones bastante diferentes según cuáles sean los países involucrados en diversa medida por el fenómeno.
El origen del término se remonta al adjetivo inglés “romantic”, neologismo introducido después de mediados del siglo XVII para indicar, en un sentido primordialmente peyorativo, el contenido sentimental y aventurero, apartado de la realidad, de los antiguos romances, con particular referencia a las reelaboraciones populares y en prosa de la materia épica y caballeresca. Sin embargo, a partir de comienzos del siglo XVIII, la palabra asume su otro sentido objetivo de «pintoresco» o «sugestivo», designando específicamente los escenarios naturales afines a los descritos en los romances: ambientes selváticos, lugares desiertos y desolados, ruinas antiguas y misteriosas. La segunda acepción va prevaleciendo progresivamente, trasladándose pronto de la realidad paisajística a los estados de ánimo que las vistas naturales pueden provocar en el contemplador. Paralela de alguna manera a la evolución de la palabra es la evolución de una nueva sensibilidad histórica y cultural, que se suele orientar hacia la categoría crítica del «prerromanticismo». Entre las manifestaciones iniciales de esta actitud, especialmente en lo que respecta a la compenetración entre naturaleza y sentimientos humanos, se señalan las composiciones de los poetas «nocturnos» ingleses.
Otro carácter significativo que surge del temperamento prerromántico es una concepción del hecho literario como modo conjunto de sentir y de vivir, que conduce a la revaloración de los genios poéticos del pasado más conformes con los dictados de la «naturaleza», contra los malentendidos y limitaciones de origen racionalista. Es determinante a este propósito la difusión del teatro de Shakespeare, con su mundo de poderosas pasiones y de ardiente espíritu de aventura. En un sentido análogo de plena y genuina libertad expresiva, se captan brotes prerrománticos en diversos momentos de la literatura europea del siglo XVIII.
Al propio tiempo, junto a estas tendencias que entran en la revaloración de la interioridad individual, se va afirmando en el prerromanticismo un creciente interés por las formas literarias que pueden referirse al alma de todo un pueblo: de ahí la recuperación de la peculiaridad cultural de cada nación, que en las zonas «nórdicas» (léase las Islas Británicas y Alemania) coincide con el rechazo de la tradicional mitología clásica greco-romana y el rescate recreador de sus propias leyendas y tradiciones, pero también la identificación entre la energía vital del hombre y la fuerza creativa de la naturaleza, la poesía como «lengua madre» del género humano y, a la vez, específica de cada pueblo, el genio como libre intérprete de la belleza artística en su multiforme esencialidad. Y si bien el primer Romanticismo dirige sobre todo su atención a la literatura, para una correcta valoración del fenómeno es indispensable tener presente que la expresión literaria es entendida por los románticos en sentido global, como una manera de sentir, de interpretar la existencia, de actuar en la sociedad humana. Sólo partiendo de este supuesto previo se pueden pergeñar las connotaciones ideológicas esenciales del movimiento. El Romanticismo se opone ante todo al Clasicismo, identificado con el Racionalismo del siglo XVIII, en el hecho de que rechaza la fe absoluta en la razón (capaz de garantizar la comprensión total de la realidad) y desdeña el culto de la «objetividad» del arte antiguo propugnado por las poéticas neoclásicas. La oposición no obedece tanto a opciones de orden ideal o estilística, sino que responde a una motivación más «profunda»: la conciencia de la pérdida total de aquel equilibrio entre hombre y naturaleza establecido por los griegos bajo el símbolo orgánico de los mitos; en consecuencia, se convierte en absurda la imitación del arte clásico y el seguimiento de las reglas establecidas por las academias de lo que tenía que ser concebido como arte. De aquí derivan algunos fundamentos estéticos en los que se puede reconocer la influencia más penetrante del pensamiento idealista. La poesía romántica tiene carácter trascendental, en el sentido de que su objeto preeminente es, en último análisis, el propio poetizar («poesía de la poesía»), la manifestación de una creatividad del espíritu que, de otro modo, no se podría plasmar adecuadamente en ninguna forma acabada.
En resumen, el arte humano refleja como un espejo la perfecta obra artística constituida por el universo, única realización posible de lo infinito en lo finito. Sin embargo, incluso en su función superior de «revelador» e intérprete del devenir universal, el poeta advierte su limitación humana, lo que le permite ejercer sobre su creación poética aquel control crítico que se ha designado con el nombre de «ironía romántica» y que, en la embriagadora confrontación entre absoluto y contingencia, le procura una especie de fascinante dolor. La aspiración perenne a los valores del infinito determina, además, un progresivo desplazamiento de los intereses de la literatura a las artes que parecen más próximas a la organicidad de la naturaleza: en la conciencia artística (o, por lo menos, en la teorización estética) del Romanticismo avanzado, la pintura y, sobre todo, la música adquieren un relieve cada vez más dominante. Una vez perfilado el fondo, por así decir, «teórico», se pueden indicar las tendencias más genéricas y normales que, incluso a juicio de la gente común, se suelen atribuir al movimiento. Entre los valores tradicionalmente considerados propios del Romanticismo figuran la afirmación del sentimiento, la propensión a la fantasía, el individualismo, la vida vivida como una lucha continua, la batalla del individuo y de los pueblos por la conquista de la libertad y de los derechos civiles, el choque entre las culturas históricas concurrentes, dentro del ámbito de una visión dialéctica que concede preponderancia al ímpetu de las pasiones sobre la frialdad de la razón.
Estos componentes de orden general forman un cuadro que tiene muy poco de homogéneo y que tiene aplicaciones prácticas muy diversas, que llegan a desembocar en auténticas antinomias histórico-culturales. Por una parte, el ansia de infinito y la incurable insatisfacción procurado por la realidad concreta empujan a los ánimos románticos a la evasión en el espacio y en el tiempo, a menudo a través del sueño, del inconsciente y de lo sobrenatural, si bien es igualmente poderosa la tendencia hacia la construcción de una sociedad más libre y que, al propio tiempo, lleva a la afirmación de criterios político-ideológicos más avanzados, como la recuperación historicista del pasado medieval y el vigoroso impulso dado al moderno concepto de nación. Sin embargo, estos aspectos no están totalmente deslindados en la corriente turbia y un tanto mística del Romanticismo «negro» (que se remonta al filón «gótico» por el que William Blake se transformará en un ilustre representante), abriendo el camino a la filosofía de la naturaleza, hasta llegar a las amplias aplicaciones del ocultismo esotérico (interés por la cábala judía, la magia, la alquimia, el vampirismo, la demonología, etc.).
Ahora bien, resulta problemático fijar con precisión las fronteras cronológicas de cualquier fenómeno artístico; y con respecto al desenvolvimiento del romanticismo en Inglaterra ello es aún más difícil, en virtud de que los propósitos de esta corriente apuntaban hacia la restauración de algunos principios creativos que eran tradicionales en la literatura del país, que podían ilustrarse con innumerables manifestaciones anteriores (la poesía temprana del siglo V, la obra de Shakespeare, la lírica popular) y que nunca habían desaparecido por completo (si bien habían menguado por el influjo del neoclasicismo). Por añadidura, la totalidad del siglo XVIII exhibe significativos anuncios de sensibilidad romántica, al punto de que la crítica se ha sentido con frecuencia tentada a incorporar plenamente, con un criterio, los límites temporales del movimiento apelando a dos sucesos políticos de considerable repercusión nacional: en 1789, la Revolución Francesa produjo en las Islas Británicas reacciones muy contradictorias -ya sea de entusiasmo y aprobación o de antagonismo y desasosiego- e inició un largo período de guerras que sólo habría de concluir veinticinco años después, con la caída de Napoleón; en el otro extremo, el año 1832 señala, en la historia institucional inglesa, el principio de un proceso de transformación, cuyas principales características son el reconocimiento explícito de que el Parlamento –en su condición de representante del pueblo- es depositario natural del poder y la gradual democratización del sistema electoral. En este lapso –que excede las cuatro décadas- queda demarcado con generosidad el apogeo del romanticismo inglés, cuya toma de conciencia debe situarse hacia 1798, cuando varios de los representantes de este movimiento literario intentan una deliberada renovación de la práctica y de la doctrina poéticas. En líneas generales, cabe distinguir con propiedad dos generaciones románticas: la primera alcanza su madurez a principios del siglo XIX con figuras de la talla de Wordsworth, Coleridge y William Blake; la segunda se desenvuelve entre 1815 y 1825, con Percy Shelley (gran poeta y esposo de Mary Shelley, autora de la novela “Frankenstein”), Keats y Lord Byron, quienes mueren expatriados -por el disconformismo, la enfermedad o la rebeldía- antes de haber alcanzado los treinta años.
El romanticismo inglés es, antes que nada, un movimiento poético; y, en tal sentido, prevalece una notoria intención de redescubrir y sistematizar los principios imaginativos que tenían hondas raíces nacionales y que postulaban una amplia libertad y espontaneidad expresivas, frente al agotamiento expresivo del neoclasicismo precedente. Al mismo tiempo, fue una época de abundante teorización poética, orientada en menor grado hacia el aspecto técnico del verso que hacía la fundamentación filosófica de la actividad creadora; pese a los riesgos que entraña tal actitud, el resultado de estas indagaciones fue sumamente estimulante y tuvo considerable repercusión en su época y no sólo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos y en Francia. Por contraste con el auge del verso, no llega a desarrollarse una renovación en la prosa de ficción; a diferencia de lo que sucede en Alemania por aquel entonces, no se advierte una consolidación del cuento; y en cuanto a la novela -al igual que el teatro-, no logra definirse una corriente suficientemente caudalosa y representativa que responda a las nuevas ideas.
William Blake. Aproximación biográfica y estética
El 28 de noviembre de 1757 nace William Blake en el Soho de Londres. De niño fue un ávido lector, mostrando un precoz talento para el arte, que su padre continuamente quiso estimular. No acudió a la escuela, sino que recibió clases de su madre Catherine. En este sentido, se puede decir que su principal formación fue autodidacta, de hecho, se han encontrado en los manuscritos originales numerosos errores de ortografía y gramática. A la edad de 10 años, empezó a asistir a la escuela de dibujo de Henry Pars. Una vez finalizados estos estudios, comenzó sus primeras experiencias en el campo del grabado en el estudio de William Ryland y posteriormente en el estudio de James Basire. Al no llevarse bien con sus compañeros, decide pasar unos meses en la abadía de Westminster, copiando y dibujando formas góticas de la arquitectura local. Más adelante, se matricula en la Royal Academy of Arts, donde su director, Sir Joshua Reynolds, le profesó un auténtico aborrecimiento. No obstante, forjaría una sólida amistad con el escultor e ilustrador John Flaxman. También, entre sus pocas amistades se encontraba Henry Fuseli. Estos dos artistas mostraron una notable predilección por los temas de la imaginación en lugar de por el retrato o el paisaje, que por entonces dominaba el arte inglés. Especialmente, este segundo se acercó al arte que realizó Blake, ya que también este se sintió inspirado por el poeta inglés John Milton, realizando unas obras pictóricas marcadas por visiones terroríficas y fantásticas. A la edad de 25 años, comienza a trabajar como grabador, lo que le supone una fuente de ingresos necesarios para subsistir. En 1782, se casa con Catherine Boucher, hija analfabeta de un florista ambulante, instruyéndola en la lectura y la escritura, el arte del grabado y el dominio del color, de esta manera además de ser su compañera sería su más cercano colaborador profesional. A pesar de la diferencia cultural e intelectual entre ambos, su unión duraría hasta la muerte del poeta.
Para William Blake, las distintas revoluciones que se producen en su época: la revolución norteamericana de 1775 y la francesa de 1789, son generadas por fuerzas de inspiración, siendo el reflejo de uno de los anhelos del género humano: la libertad y con ella la total liberación del corazón, con la llegada de un nuevo orden basado en la virtud, la paz y la felicidad. Aboga por una libertad caracterizada por el individualismo absoluto y la anarquía moral, aspectos que anticipan en varios años a los planteamientos de Nietzsche. En 1818, conoce al mecenas, retratista y paisajista John Linnell, que le presentó a un círculo de jóvenes pintores idealistas que habían mitificado su figura y lo consideraban el único practicante de un arte espiritual. Parece que conocedor y consciente de la cercanía de su partida final, los últimos años se dedica con esmero a finalizar dos de sus obras literarias fundamentales de carácter espiritual “Milton” y “Jerusalén”. Igualmente, en 1821, comienza a elaborar dos de sus últimos grandes proyectos: veintidós grabados para ilustrar el “Libro de Job”, publicado en 1826 y unas ilustraciones para la Divina Comedia, de Dante, quedando incompleto al sorprenderle la muerte el 12 de agosto de 1827 tras sufrir de ictericia.
Sobre si fue genio o loco, existen varias versiones sobre el comienzo de sus repetidas y habituales visiones, encontrándose en algunos casos una gran disparidad de relatos respecto a estas experiencias paranormales. Una de sus primeras visiones se produce a la edad de 4 años, cuando Dios se le aparece a su ventana, observando el entierro de un hada cuyo cuerpo se asentaba en el pétalo de una rosa. Nuevamente, cuatro años después, experimenta otra visión, en este caso con el profeta Ezequiel, que aparece en uno de los árboles del jardín familiar. A la edad de 10 años, en el momento de la muerte de su hermano Robert, dijo que había visto con sus propios ojos como “el alma salía del cuerpo y subía hacia el cielo, exultante de alegría”. Ningún miembro familiar creyó ni quiso asumir las supuestas excentricidades de este imaginativo niño. En cualquier caso, a partir de la adolescencia serán continuos los contactos con ángeles y arcángeles, que se le presentaban de manera amistosa durante los largos paseos que solía dar por la campiña inglesa. Especialmente prolíficas serán sus apariciones durante los meses que se recluye en la abadía de Wetminster, para copiar y dibujar las diferentes formas góticas existentes en el lugar. Entre estas visiones propias del mediumnismo, se le aparece Cristo y sus discípulos, con ciertos mensajes, que le hacen ser consciente del trabajo futuro que debe realizar. Quizás, sea durante su estancia en Wetminster cuando más se desarrollan su clarividencia y conocimientos de hermetismo. Otro momento muy productivo de experiencias sobrenaturales fue su estancia en Felpham (1800-1803). En definitiva, parece que los periodos que pasa en recogimiento interior y viviendo en el campo son los momentos donde se produce una mayor intensidad de estos fenómenos paranormales.
Como se habrá visto, fueron muchísimas las experiencias sobrenaturales, según los diversos biógrafos del poeta, con toda una larga serie de personajes históricos que conversaban con el visionario de una manera totalmente amistosa. Estas visiones, contactos o experiencias paranormales fueron aceptadas por el artista con total normalidad y naturalidad. Ante todo parece que William Blake pudo ser un auténtico médium, ya que estos fenómenos paranormales se presentaban como algo cotidiano. Se le podría definir bajo este concepto ya que él mismo se presentaba como un intermediario entre el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus, transmitiendo los pensamientos de estos mediante sus poesías y obras artísticas. Con motivo de este tipo de experiencias místicas o simples alucinaciones mentales, le apodaron Bad Blake (el loco Blake), ya que nunca ocultó su facultad paranormal de conversar con los espíritus, especialmente con los de Voltaire y Milton. Para muchos, más que visiones místicas sufría de una galopante esquizofrenia. En cualquier caso, todas estas experiencias generan una obra tanto poética como pictórica de carácter indudablemente místico. Sus trabajos se apoyan en revelaciones concretas, que parecían ser claramente vividas por el artista. William Blake siempre mantuvo la tangibilidad de sus alucinaciones, asignando la misma fe a sus visiones que el hombre común puede darle a lo que tiene ante los ojos.
El matrimonio del Cielo y el Infierno (fragmentos)
Visión memorable
Mientras paseaba entre las llamas del Infierno, deleitado con los goces del genio que a los ángeles parece tormento y locura, recogía algunos de sus proverbios pensando que, así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras.
Cuando volví a mi casa, sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo, vi un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas; con llamas corrosivas escribió la sentencia siguiente, comprendida por el cerebro de los hombres y leída por ellos en la tierra:
¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire
es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?
Proverbios del Infierno (selección)
El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.
La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad.
Aquel que no obra y desea, engendra peste.
Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz.
Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas.
Las prisiones están construidas con piedras de la Ley, los burdeles con piedras de la Religión.
El orgullo del pavo real es la gloria de Dios.
La lubricidad del chivo es la generosidad de Dios.
La cólera del león es la sabiduría de Dios.
La desnudez de la mujer es la obra de Dios.
El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.
La alegría fecunda; el dolor da a luz.
Aquel que ha permitido que abuses de él, te conoce.
Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber.
Del agua estancada espera veneno.
Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente.
En un águila miras una porción de genio. ¡Alza la cabeza!
Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces.
Crear una sola flor es un trabajo de siglos.
El mejor vino es el más viejo, la mejor agua es la más nueva.
La cabeza, lo Sublime; el corazón, el Pathos; los órganos genitales, la Belleza; los pies y manos, la Proporción.
El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuosos, sin progreso, son los caminos del genio.
Es mucho mejor asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos que no vas a ejecutar.
El hombre ausente, la naturaleza estéril.
Análisis de los textos de William Blake
La Visión memorable
La fecha de composición con la cual contamos respecto a “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es altamente variable: para algunos críticos este libro, del que sólo analizaremos los fragmentos leídos en clase, fue escrito en 1790, mientras que otros -por la evolución de su poesía, que comenzó siendo de una sencillez transparente hasta que se transformó en un ejemplo de escritura profética y de oscuro sentido- consideran que no pudo ser concluido hasta finales de 1793. Más allá de estos detalles, lo que importa es destacar el tratamiento que William Blake le otorga a la temática del bien y el mal en cuanto términos igualmente útiles a la existencia humana.
Semejante posición ya había tenido sus precedentes en el filósofo alemán Jakob Boehme (1575-1624), una de las influencias más marcantes en la poesía del autor que estamos estudiando. Boehme insistía en la presencia de dos principios en lucha en todos los aspectos de la realidad, principios que son el bien y el mal, atribuyéndole la causa de esta lucha a la presencia en Dios de los dos principios antagónicos, que indicaba con varios nombres: el espíritu y la naturaleza, el amor y la ira, el ser y el fundamento, etc. Estos dos principios estarían unidos estrechamente en Dios en una especie de lucha amorosa. “La divinidad -escribirá Boehme en su libro Aurora, editado póstumamente en 1634- no se está tranquila, sino que sus potencias obran sin tregua y luchan amorosamente, se mueven y combaten, como sucede con dos criaturas que juegan amándose una a otra y se abrazan y se estrechan; a veces una es vencida, a veces la otra, pero el vencedor se detiene en seguida y deja que la otra vuelva a su juego”. En otros términos, el dualismo del bien y del mal está en Dios mismo y en Él libran los dos principios una lucha “amorosa” en la que ninguno queda definitivamente derrotado; y si tomamos en cuenta esta fuente, ya sabremos descifrar el contenido de un título simbólico que Blake planteó para su libro: la idea de “matrimonio” implica la aceptación de nuestra conformación psicológica, marcada por la contradicción en las figuras del “cielo” y el “infierno” pero que propone a su vez una síntesis de los opuestos en juego. Chesterton ha sido quien definió de manera clara esta actitud: “Blake reitera... que sólo puede ser adorable aquello que es digno de ser amado, que la divinidad está en una persona o en la brisa; que cuanto más conozcamos las cosas altas, más habremos de hallarlas palpables y encarnadas; y que la forma entera de los cielos es toda semejanza de la apariencia de un hombre”. Es decir, que todo lo genuinamente humano es representación de Dios y ya sabemos que Dios admite una dualidad reconocible en el hombre cuando éste oscila entre la voluntad racional y los instintos oscuros. Por tanto, lo que va contra la unidad natural, la división del hombre en dimensiones opuestas, niega algo que le es esencial. En la filosofia del siglo XIX retornan estas ideas de la mano de Schelling (1775-1854), el cual sostenía que en Dios existe no sólo el ser, sino que como fundamento de este ser hay un sustrato o naturaleza que le es diferente y es un oscuro deseo, un inconsciente deseo de ser, de salir de la oscuridad y de lograr la luz divina. Sin embargo, Schelling afirmaba que, estando estos dos principios estrechamente unidos en Dios, desaparece cualquier distinción posible entre lo que es el Bien y el Mal; en cambio, con la separación de estos dos principios en el hombre nace la posibilidad del Bien y del Mal y también la posibilidad de su contraste. Vale destacar que, para Blake, esto último no ha sido más que una interpretación deliberadamente errónea de las religiones establecidas como una forma de ejercer dominio sobre los hombres, inculcándoles la culpa y el remordimiento ante lo que hacen, sienten y piensan.
También vale destacar que “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es también un primer intento de recrear el Satán según la versión que John Milton había elaborado en su poema extenso “El Paraíso Perdido”. Blake percibió que su poeta preferido sentía una simpatía secreta por el ángel condenado; de ahí que lo describiera desde el punto de vista opuesto al de las instituciones religiosas que, incluso en la actualidad de nuestro tiempo, permanecen. Como diría el autor que estamos estudiando, el motivo por el cual “Milton escribió encarcelado cuando habló de los ángeles y de Dios, y en libertad cuando habló del Infierno y los Demonios, estriba en que se trata de un verdadero poeta y que se había puesto del lado de los Demonios, sin saberlo”. La clave de semejante actitud es que, en Blake, hay una independencia y un vigor insuperable en su escritura, por virtud de los cuales echa por tierra los juicios más tradicionales y consagrados por la autoridad y las costumbres.
En relación a la estructura formal de los textos que constituyen uno de los libros más impactantes de este poeta inglés, vemos que nos dejan en una situación incómoda. ¿Es poesía o es prosa? ¿O será que es la unión de dos géneros dando lugar a otra modalidad difícil de clasificar? Sabemos que el romanticismo europeo apeló a la fusión entre el arte y la vida, el diálogo entre prosa y poesía; al cargar de idealismo la prosa (cuyo lenguaje se mueve en el terreno de una realidad palpable y concreta, es decir, de descripción reconocible), se renueva el lenguaje poético (movido por los mecanismos de la imaginación como son los casos conocidos del símbolo y la metáfora), determinando el carácter de una nueva transgresión: la prosa poética, que en gran parte de los autores se confunde con una actitud vital. La experiencia poética es la experiencia de la vida, perdiéndose así las fronteras entre poesía y prosa: sólo sabiendo esto entenderemos porque la visión profética de Blake es impensable sin la imagen poética. Entre lo que escribe y lo que algunos consideraban alucinaciones, aunque para el autor no lo fueran, se origina un todo compacto. El poema es un objeto hecho de palabras, pero como objeto creado por el hombre también es autoconsciencia, autocreación, el poeta recrea (re-inventa) la visión que tiene del mundo y de sí mismo dándole un nuevo significado. Ya habíamos visto que la estética neoclásica había trazado una división entre vida y arte. El movimiento romántico que se extiende por toda Europa funde la vida y el arte, es su ideal estético y al mismo tiempo una ruptura con la estética anterior. La vida adquiere resonancias en la obra de arte: todo se corresponde porque todo rima en el universo. Así, surge la experiencia del yo del poeta como expresión del ritmo del universo. O sea, cuando decimos que “El Matrimonio del Cielo y del Infierno” es un libro de poesía, hemos adoptado una perspectiva que va más allá de las disposiciones formales del texto, y que nos permite decir que las "visiones memorables" o los “proverbios” son poemas, aunque escrito en prosa. Y en esa prosa encontramos que el lenguaje poético es en cierta medida una violación del lenguaje establecido, y la experiencia de la lectura poética nos enseña que la poesía se basa en una renovación del lenguaje, donde renovación es sinónimo de invención, reestablecimiento y formación.
Comencemos, entonces, por el análisis de la “visión memorable” -la primera de las cinco que vertebran esporádicamente el libro-, especie de viñeta o escena que presenta una situación que ayuda a entender el hilo argumental o temático de un texto en su conjunto y que reflejan las experiencias extrasensoriales del autor en relación con el mundo de lo divino. Si bien ese aspecto surge de lo estrictamente biográfico, también llama la atención que esa secuencia de situaciones y paisajes poéticos recuerden, intertextualmente, a Dante Alighieri y su “Divina Comedia” cuando pasea “entre las llamas del infierno” y ve a “un poderoso demonio envuelto en nubes negras, aleteando en las paredes de las rocas”. “Las bodas del cielo y el infierno” reconstruye, entonces, la perspectiva dantesca del viaje a lo sagrado, desde una inmersión en los terrenos de la imaginación y la fantasía tal como lo entendían los románticos ingleses. Según ellos, es natural en el hombre la existencia de una facultad creadora, que lo lleva a configurar sus emociones y sentimientos en obras de arte, cuyo lenguaje equilibrado, armónico y universal, les confiere paradójicamente una objetividad absoluta, una validez totalmente emancipada de las circunstancias que la engendraron. Incluso se ha llegado a sostener que la capacidad imaginativa del poeta revela, a un nivel plenamente consciente e intencional, esa voluntad operativa de la divinidad que solo en forma indirecta, se trasluce en la constante y dinámica transformación del mundo natural. En suma, que el hombre es un animal imaginativo, que la imaginación es lo que nos hace a imagen y semejanza de Dios y que la poesía -máxima expresión de nuestra vocación específicamente creadora- es una labor imaginativa, orgánica y simbólica que debe tomarse como cifra de nuestra misión en la vida. Por último corresponde destacar la relación íntima que los románticos establecían entre el sentimiento poético y la exploración de las regiones más profundas y penumbrosas de la conciencia: quizás allí esté la clave del porqué de las metáforas que hablan de cruzar “sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde una doble llanura se desploma sobre el presente mundo”. La imaginación toma el mito en su significado de potencia creadora y liberadora del alma humana, permitiendo profundizar el viaje en el territorio de las palabras, los símbolos y las imágenes, allí donde el sentimiento es una de las más importantes manifestaciones del misterio y la trascendencia. Cruzar ese “abismo” o esa “doble llanura” de los que habla el yo lírico significa desacondicionarse de la percepción que la sociedad y su enseñanza nos inculcaron respecto a las realidades más profundas del ser humano, es decir, el mundo de los impulsos más secretos que rigen nuestra conducta y nuestros pensamientos, pero también el de los vínculos que mantenemos con la divinidad.
Vale preguntarse ahora qué significación adquiere ese infierno, y el demonio que pronuncia los dos versos puestos en cursiva por el autor y que escapan de la estructura prosemática. Desde el momento mismo que existe un cuestionamiento radical del concepto de pecado en cuanto violación intencional de un mandamiento divino que generalmente se confunde con lo moral, Blake propone una reinvidicación de ese espacio simbólico que es el infierno, proponiendo así una estética de la transgresión o, si se quiere, la rebelión como acto poético. Remontándonos de nuevo a lo que es el movimiento (pre)romántico, tengamos en cuenta que los artistas de ese período reniegan de un mundo cuya historia ha distorsionado el sentido de la naturaleza humana, corrompiéndola a través de las malinterpretaciones de la religión y la filosofía y la represión que el poder -en todas sus manifestaciones- ejerció de manera sistemática sobre los impulsos creadores y libertarios del hombre. Pero cuestionar radicalmente el estado en que se encuentra el mundo y el por qué de su existencia es, de alguna manera, cuestionar y enfrentarse al que lo creó, o sea, al Dios dominante y vengativo que las instituciones establecidas enseñaron, sumergiendo al hombre mismo en un estado de eterna condena y promoviendo una sociedad -léase un conjunto de valores- que establece la esclavitud y la degradación como formas de dominio y domesticación. Ante ese panorama, la poesía promueve la necesidad de un mundo nuevo, distinto al que conocemos, y eso implica enfrentarse a ese Dios antiguo y a las instituciones que actúan en su nombre a través de una figura que le sea opuesta: el demonio, sinónimo de una fuerza presente en la totalidad de la creación y que lleva a la liberación del hombre de las limitaciones que impone una moralidad hipócrita y reseca por medio de la acción y el conocimiento.
Ahora bien, ¿por qué la acción y el conocimiento? Como se habrá visto, actuar presupone no ser pasivo, reafirmar la individualidad, descubrir y mantener la diferencia frente a una masa amorfa y moldeable que rechaza lo que rompe con los conformismos que le dan seguridad, aunque sean erróneos y limitantes. Conocer, por otro lado, significa superar la ilusión y la mentira que nos aprisionan y que nos vuelven juguete de todo lo que detente el poder, representado en la figura totalizadora -y totalitaria- de Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Adán y Eva fueron castigados con la expulsión del Edén porque aceptaron lo que la Serpiente ofrecía: comer el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, ya que si lo hicieran irían a “ser como dioses”. A partir de este tramo del relato bíblico, se sobreentienden dos aspectos: 1- El Bien significa obediencia, pasividad y sumisión. Dios impone el mandato de que el fruto no sea comido porque el conocimiento del Bien y del Mal sólo está a su servicio; el hombre debe mantenerse en la subordinación y, por lo tanto, no debe aspirar a pasar por encima de su condición y quedar a la par de su Creador; 2 – El Mal implica aceptar que el hombre puede actuar y optar por sí mismo más allá de lo establecido, lo que transforma al Mal mismo en potencialidad activa. Blake diría que “el Bien es el elemento pasivo sumiso a la Razón. El Mal es el activo que brota de la Energía”; pero “la Energía es la única vida y procede del cuerpo; y la Razón es el límite o circunsferencia de la Energía”. Por lo tanto, si “la Energía es una delicia eterna”, vale sumergirse en ella totalmente para afirmar la individualidad a través de todas las experiencias más intensas y posibles; en otras palabras, ser “como dioses”, ya que “el camino del exceso conduce al palacio de la Sabiduría”. No en vano algunos de los nombres más conocidos de la personificación del Mal es Lúcifer o Luzbel, que significan precisamente “aquel que lleva la luz” o “príncipe de la luz”; y la luz, en cuanto imagen de larga tradición filosófica, es el criterio rector del pensamiento y de la conducta del hombre, es la condición de todo conocimiento verdadero. En otros términos, la luz de la verdad que, partiendo de lo demoníaco en cuanto divinidad, ilumina directamente al alma y la guía es un concepto típico de la poética pre-romántica de Blake. De allí la importancia que tiene la presencia de “la llama corrosiva” -ejemplo de metáfora hiperbólica- con que se escribe la sentencia infernal que cierra la “visión memorable”: el fuego purifica y renueva, llevando a que su fuerza detructiva o “corrosiva” sea interpretada, a menudo, como medio para conseguir el renacimiento en una esfera superior. El hombre deja de ser un esclavo de las convenciones y los miedos -es decir, renace- cuando entra en contacto con la verdad de lo que es su verdadera naturaleza que sólo ha conocido limitaciones. Por eso la pregunta retórica del demonio se transforma, a su vez, en una especie de desafío que nos obliga a romper las barreras que el mundo y su jerarquía impusieron sobre nuestra percepción de la realidad: ¿No comprendes que cada pájaro que hiende el camino del aire/ es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?
Detrás de los símbolos que plantean estos versos conclusivos, se pueden percibir algunos enfoques que ya no nos remitirían precisamente a Boehme sino a Paracelso, mago y alquimista alemán (1493-1541). Mientras el pájaro, según diversas tradiciones religiosas, se lo considera como intermediario entre el cielo y la tierra (aunque también se lo puede tomar como la encarnación de lo inmaterial, es decir, el alma), con frecuencia el aire fue entendido como un reino intermedio hostil entre el ámbito terrenal y el espiritual. En otros términos, el alma busca situarse entre lo terrenal y lo espiritual, entre el Cielo y el Infierno, buscando la síntesis de los opuestos para experimentar la totalidad de la existencia. La pregunta retórica del demonio plantea, como ya lo había hecho Paracelso, que los cinco sentidos que rigen nuestra forma de conocimiento no nos permite tantear otras posibilidades de lo real: es necesario apelar a otras vías como la revelación, entendida como la manifestación de la realidad suprema a los hombres, es la manifestación de lo divino en la naturaleza y en el hombre. El concepto de la realidad natural y humana como manifestación de un Principio sobrenatural, aunque algo imperfecta, implica aceptar lo que Blake afirmaba, como más tarde lo haría Jim Morrison, que “si las puertas de la percepción fueran abiertas, las cosas se nos aparecerían tales como son: infinitas”. Y el infinito produce entusiasmo y embriaguez, porque lo infinito supone la desaparición de los límites. Si el hombre lograra percibir el infinito, conocería esa absoluta libertad -noción que también representa el pájaro-, que solo puede producir “goce y deleite”.
A través de la observación de cada pájaro que hiende el camino del aire se puede descubrir la verdad de lo divino, de ese demonio que lleva la verdadera luz: los más profundos deseos de afirmación del hombre son casi desconocidos para él mismo, escapan a la razón, porque pertenecen más al campo del espíritu y pocos están dispuestos a descubrirlos y afrontar las consecuencias. No todos en la sociedad soportarían ver aquello que rompe las estructuras y proponen dejar de lado lo viejo y lo ya sabido: la libertad absoluta que surge del actuar y el conocimiento verdadero produce miedo en los sumisos, en los que obedecen las normas de lo establecido. En suma, de los que practican el Bien porque sus verdaderos deseos de conocer la libertad y vivirla consecuentente son lo suficientemente débiles como para ser reprimidos.
Los Proverbios del Infierno
Ya habíamos visto porque la escritura de Blake se la puede considerar poética, aunque estructuralmente mantenga la forma típica de la prosa. La presencia de elementos metafóricos, de hipérboles, comparaciones e imágenes simbólicas, proponen una lectura imaginativa en la que el autor revela una mirada particular del mundo que le tocó vivir, replanteando de ese modo una nueva escala de valores.
Ahora bien, entre los textos manejados en clase nos encontramos con los proverbios de “El Matrimonio del Cielo y del Infierno”. Pero, ¿qué son los proverbios? Según los diccionarios de términos literarios, el proverbio es una sentencia, una figura de pensamiento en la que se expresa una máxima breve y doctrinal, y que generalmente encierra una reflexión profunda, clara y concisa sobre experiencias éticas y estéticas. Por otro lado, el proverbio -en William Blake- no es una sentencia que condene: propone, más bien, la liberación. Saca a flote una verdad olvidada, transformándose así en un punto de encuentro entre la idea razonada y la intuición. En otros términos, el proverbio demuestra la fusión que existe entre poesía y filosofía: de la poesía tiene el ritmo y la captación de los contrarios, encontrando relaciones entre objetos y seres totalmente diferentes. De la filosofía muestra el poder de cuestionar lo ya existente y aceptado.
A partir de estas explicaciones, podemos entender por qué este conjunto de proverbios se los cataloga como del infierno: porque “así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que ninguna descripción de edificios o vestiduras”. Recordemos otras observaciones pertinentes al caso: desde el momento mismo que existe un cuestionamiento radical del concepto de pecado en cuanto violación intencional de un mandamiento divino que generalmente se confunde con lo moral, Blake propone una reinvidicación de ese espacio simbólico que es el infierno, proponiendo así una estética de la transgresión o, si se quiere, la rebelión como acto poético. Remontándonos de nuevo a lo que es el movimiento (pre)romántico, tengamos en cuenta que los artistas de ese período reniegan de un mundo cuya historia ha distorsionado el sentido de la naturaleza humana, corrompiéndola a través de las malinterpretaciones de la religión y la filosofía y la represión que el poder -en todas sus manifestaciones- ejerció de manera sistemática sobre los impulsos creadores y libertarios del hombre. Pero cuestionar radicalmente el estado en que se encuentra el mundo y el por qué de su existencia es, de alguna manera, cuestionar y enfrentarse al que lo creó, o sea, al Dios dominante y vengativo que las instituciones establecidas enseñaron, sumergiendo al hombre mismo en un estado de eterna condena y promoviendo una sociedad -léase un conjunto de valores- que establece la esclavitud y la degradación como formas de dominio y domesticación. Ante ese panorama, la poesía promueve la necesidad de un mundo nuevo, distinto al que conocemos, y eso implica enfrentarse a ese Dios antiguo y a las instituciones que actúan en su nombre a través de una figura que le sea opuesta: el demonio, sinónimo de una fuerza presente en la totalidad de la creación y que lleva a la liberación del hombre de las limitaciones que impone una moralidad hipócrita y reseca por medio de la acción y el conocimiento.
Ahora bien, ¿por qué la acción y el conocimiento? Como se habrá visto, actuar presupone no ser pasivo, reafirmar la individualidad, descubrir y mantener la diferencia frente a una masa amorfa y moldeable que rechaza lo que rompe con los conformismos que le dan seguridad, aunque sean erróneos y limitantes. Conocer, por otro lado, significa superar la ilusión y la mentira que nos aprisionan y que nos vuelven juguete de todo lo que detente el poder, representado en la figura totalizadora -y totalitaria- de Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Adán y Eva fueron castigados con la expulsión del Edén porque aceptaron lo que la Serpiente ofrecía: comer el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, ya que si lo hicieran irían a “ser como dioses”. A partir de este tramo del relato bíblico, se sobreentienden dos aspectos: 1- El Bien significa obediencia, pasividad y sumisión. Dios impone el mandato de que el fruto no sea comido porque el conocimiento del Bien y del Mal sólo está a su servicio; el hombre debe mantenerse en la subordinación y, por lo tanto, no debe aspirar a pasar por encima de su condición y quedar a la par de su Creador; 2 – El Mal implica aceptar que el hombre puede actuar y optar por sí mismo más allá de lo establecido, lo que transforma al Mal mismo en potencialidad activa. Blake diría que “el Bien es el elemento pasivo sumiso a la Razón. El Mal es el activo que brota de la Energía”; pero “la Energía es la única vida y procede del cuerpo; y la Razón es el límite o circunsferencia de la Energía”. Por lo tanto, si “la Energía es una delicia eterna”, vale sumergirse en ella totalmente para afirmar la individualidad a través de todas las experiencias más intensas y posibles; en otras palabras, ser “como dioses”, ya que “el camino del exceso conduce al palacio de la Sabiduría”. No en vano algunos de los nombres más conocidos de la personificación del Mal es Lúcifer o Luzbel, que significan precisamente “aquel que lleva la luz” o “príncipe de la luz”; y la luz, en cuanto imagen de larga tradición filosófica, es el criterio rector del pensamiento y de la conducta del hombre, es la condición de todo conocimiento verdadero. En otros términos, la luz de la verdad que, partiendo de lo demoníaco en cuanto divinidad, ilumina directamente al alma y la guía es un concepto típico de la poética pre-romántica de Blake. Los proverbios reflejan ese aspecto al dar un conjunto de valores que trastoca lo que se nos acostumbró a ver como normal y, por lo tanto, bueno.
Para empezar, se destacan en ellos los siguientes núcleos temáticos: 1) La noción del deseo como empuje, habitual y constante, hacia la acción en cuanto vía de conocimiento absoluto, en cuanto vía de realización. O sea, el hombre se realiza actuando, se forma en la acción. 2) Como consecuencia de esto, la valorización de la experiencia. Si el ser humano crece y se desarrolla como individuo a través de la acción, entonces tendrá que estar abierto a la experiencia: mientras más intensa y rica, más poderosa será esa individualidad y su afirmación frente a la sociedad, que representa la nulidad, la aniquilación del yo en el nombre de un “nosotros” domesticado y moldeable. 3) La reivindicación del genio artístico, es decir, el talento inventivo o creador en sus más perfeccionadas manifestaciones que no necesita seguir reglas, lo que lo hace estar más cerca de la naturaleza que de la razón. 4) La afirmación del cuerpo y la sexualidad frente a una sociedad regida por el puritanismo religioso. Vale agregar que existen otros puntos de interés tan importantes como éstos, pero por una cuestión de tiempo y delimitación -el texto es sumamente vasto en interpretaciones- sólo tocaremos los aspectos anteriormente mencionados.
Dentro del primer núcleo temático, es decir, la noción del deseo como empuje hacia la acción, se encuentran las máximas siguientes: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría” – “La Prudencia es una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad” – “Aquel que no obra y desea, engendra peste” – “Del agua estancada espera veneno” – “Es mucho mejor asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos que no vas a ejecutar”. Preferiremos hablar de la palabra “deseo” en el sentido de inclinación o tendencia hacia el involucramiento, hacia la acción, que permite explicar el movimiento de la historia humana, entender esa asombrosa persistencia que la humanidad ha tenido respecto del hecho de estar viva. Desear es acaso la actitud más permanente que tenemos en cuanto seres humanos. El deseo nos pone en obra, nos moviliza, nos empuja, nos dirige, nos coloca en la situación de búsqueda y creación. El deseo es, en ese sentido, el reconocimiento de la incompletud humana, de la falta, de la ausencia, de que carecemos de algo que nos resulta importante por algún motivo. El deseo nos ubica en la vivencia de una cierta penuria, nos pone en situación de necesidad, de ansiedad. Decía Locke en uno de sus ensayos más famosos que llamamos deseo al malestar que provoca en un ser humano la experiencia de la ausencia, de la carencia de algo cuya posesión actual se le representa como un deleite, como una satisfacción. Concluía que la principal explicación de la actividad humana era el malestar, el deseo.
El deseo nos invita a salir de nosotros mismos, nos pone en contacto con lo otro y por lo tanto con nuestros límites pero también con nuestra posibilidad de ser -recuérdese el planteo de Schelling respecto a la naturaleza real de Dios-. Mediante la vivencia de ese algo que falta somos capaces de entrar en contacto con lo que aún desconocemos, con lo que nos es ajeno y quisiéramos que nos fuera propio y también con lo que no lo será nunca. Lo otro se torna, así, límite de lo posible y también el único espacio donde lograr la satisfacción del deseo: de lo contrario, de no aceptar ese hecho, engendraremos “veneno” o “peste”, metáforas de la frustración que sólo puede hacer de la vida humana un pozo de amargura y neurosis que contamina nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Sin embargo, el deseo también nos arroja al mundo. El deseo nos expone a la angustia y a la esperanza. La angustia surge ante la posibilidad del fracaso. El deseo se vincula doblemente con el fracaso. Además, el deseo puede no alcanzar nada de lo que pretende. La persona que ama puede no recibir más que el desprecio de quien es la depositaria de sus anhelos; el atleta puede sufrir una lesión que lo desplace de la competencia para la que se preparó tan esforzadamente. En este sentido, podríamos decir que el deseo se vincula accidentalmente con la angustia. Podrían ocurrir esas fatalidades, pero bien podrían no ocurrir y dado que quizá haya más probabilidades de que no ocurran, nos comportamos como si no fueran a suceder: por eso la necesidad de superar el miedo y olvidarnos de esa Prudencia personificada en los proverbios como “una vieja solterona rica y fea cortejada por la Incapacidad”, ya que en su cobardía disimulada no crea ni genera nada, sólo gana en seguridad pues nunca se arriesgará por algo.
También está la sensación de fracaso que es inherente a cualquier intento de satisfacer nuestros deseos: entre estos últimos y su realización, hay una distancia insalvable. Toda realización del deseo es infinitamente menos satisfactoria que lo que el deseo espera. En ese sentido nada nos colma nunca plenamente. Ningún logro es suficiente, ningún éxito es bastante. Toda sensación de saciedad está marcada por la fugacidad. El deseo, poseedor de un hambre infinita, nos obliga una y otra vez a engullirnos la presa de sus anhelos. El deseo parece necesitar una eternidad para saciarse. Sin embargo la realización del deseo no puede hacerse más que en el mundo de la temporalidad, donde todo está signado por la fugacidad por más corta o larga que pretenda ser. Además, la realización del deseo siempre cae más acá del deseo, siempre hay un resto de deseo que permanece incumplido, algo que se quiso decir y no se dijo, algo que se quiso hacer y no se pudo. Ni uno ni mil besos agotan el deseo de besar; ni uno ni mil atardeceres maravillosos logran hacernos desistir del deseo de ver caer el sol sobre el horizonte. Quizá los artistas sean quienes más puedan dar fe de este fracaso: querer cumplir con nuestros impulsos hasta donde sea posible, recorrer “el camino del exceso”, nos lleva a esa especie de sabiduría aunque algo desencantada y que, a su vez, madura al individuo haciéndole conocer el alcance de sus posibilidades de realización.
Respecto al segundo núcleo temático, la valorización de la experiencia como fuente de individuación engloba los siguientes proverbios: “Aquel que ha permitido que abuses de él, te conoce” – “Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber” – “El mejor vino es el más viejo, la mejor agua es la más nueva” – “Nunca sabrás lo que es suficiente a condición de que sepas lo que es más que suficiente” – “Crear una sola flor es un trabajo de siglos”. Desde un punto de vista poético, el concepto de experiencia lleva al contacto del individuo común con la vivencia directa: el sentimiento, el deseo, el amor. Para entender mejor el alcance que Blake propone en su poesía, tomaremos dos definiciones de experiencia de un pensador alemán del siglo XX, Walter Benjamin: la experiencia es "la captación que el sujeto hace de una realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente antes de todo juicio formulado sobre lo aprehendido". También la experiencia puede ser entendida como "el hecho de soportar o sufrir algo, como cuando se dice que se experimenta un dolor, una alegría, etc".
Detrás de estas dos concepciones, se esconde una idea común: la necesidad de conocer y, a partir de ahí, crear, percibir el mundo sin ideas prefabricadas, sin prejuicios. Sin embargo, tanto Blake como Benjamin nos alertan acerca de lo doloroso que llega a convertirse para el hombre moderno un acercamiento directo a las cosas del mundo, lo que de paso nos lleva a la vieja concepción del desafío demoníaco trabajado anteriormente en la “Visión Memorable”. Entre nosotros y el mundo se han levantado toda una serie de elementos: desde un complejo entramado de conceptos hasta un sistema moderno de regulaciones propias de las instituciones políticas y religiosas (que podría incluir, en la actualidad, los medios masivos de comunicación) que no nos permiten ver la realidad con nuestros ojos y reconocer que vivimos sumergidos en la ignorancia de todo lo que nos rodea. Por eso la crisis de la experiencia implica la dificultad que tiene el sujeto concreto de disfrutar de un hallazgo abierto y no mediatizado con el mundo. La "experiencia" resulta, ya sea para el poeta inglés del siglo XVIII como para el filósofo alemán del siglo XX, una filosofía que de la contemplación se transforma en acción de comunicar nuevos sentidos de lenguaje capaces de incidir sobre la realidad. El arte no se conformará en ser sólo un ritual religioso o la búsqueda de la belleza sino que tratará de ser una práctica política, una relación crítica capaz de dinamitar los diques clásicos de la contemplación y enfrentarnos a un tenaz reto de transformación en las maneras de percibir nuestro mundo. Esa transformación la elabora el poeta en aras de un lenguaje que cruza por el centro mismo de las distintas expresiones simbólicas humanas: mito, religión, razón, arte, filosofía. En otros términos, propone una revisión de los valores que rigen una sociedad determinada.
El tercer núcleo temático, la reivindicación del genio, aparecen en los siguientes proverbios: “Jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz” – “En un águila miras una porción de genio. ¡Alza la cabeza!” – “El progreso traza los caminos derechos; pero los caminos tortuosos, sin progreso, son los caminos del genio”. La noción de genialidad, tras haber sido elaborada por primera vez en la época romántica, ha entrado a formar parte del lenguaje moderno. Esta noción designa la condición de algunos hombres dotados de un talento creativo innato y excepcional, capaces por ello de realizar obras que van más allá de lo previsible, hasta el punto de superar en ocasiones la capacidad de comprensión de sus contemporáneos. En el ambiente romántico, la encarnación del genio fue Miguel Ángel, cuyo reconocimiento por parte de la crítica creció a principios del siglo XIX hasta el punto de crearse un término específico (miguelangelismo) para designar aquellos intentos de emular su grandeza, su naturaleza sobrehumana y potente.
Sin embargo, existe un aspecto paradójico en la descripción romántica del genio: si éste es alguien que no acata ninguna disciplina establecida y si la esencia de su trabajo creador consiste en ir contra todas las reglas, evidentemente es imposible dar una definición exhaustiva de la genialidad, que se convierte así en un concepto indefinible desde un punto de vista teórico. Ello no impidió ocuparse del problema a los pensadores y artistas de los siglos XVIII-XIX; antes al contrario: aunque la genialidad es inexplicable en sí misma, es posible sin embargo determinar las particularidades personales en los grandes genios del pasado. Por otro lado, el romanticismo subrayó los aspectos comunes entre el genio y la locura. Por su propia naturaleza, ambos son una superación de los límites e indican una condición humana más allá de las normas impuestas por la normalidad, por el sentido común y por las reglas de la lógica, o por “los caminos derechos del progreso”. La única diferencia entre estas dos manifestaciones del espíritu radica en su dimensión social: efectivamente, la obra del loco es original, revolucionaria e imprevisible como la del genio, pero es excéntrica y puramente subjetiva; no es, según el término introducido por Kant, magistral (es decir, capaz de atraer imitadores y fundar una escuela).
Schopenhauer, filósofo alemán contemporáneo de Blake, definió como genial la condición propia del conteplador puro de las ideas, capaz de alcanzar un estado de total desinterés (indiferencia) hacia el mundo y de descubrir los valores universales en las cosas concretas, convirtiéndose en un puro ojo del mundo. “Mientras que para el hombre común su propio patrimonio cognoscitivo es la linterna que ilumina el camino, para el hombre genial es el Sol el que revela el mundo”, afirmó este filósofo, quien no dudó en añadir que esta condición roza peligrosamente la locura porque supera el principio de razón.
Por último nos queda la afirmación del cuerpo y la sexualidad frente a una sociedad regida por el puritanismo religioso, cuestionando de ese modo los pilares de la moralidad occidental: “Las prisiones están construidas con piedras de la Ley, los burdeles con piedras de la Religión” – “La lubricidad del chivo es la generosidad de Dios” – “La desnudez de la mujer es la obra de Dios” – “Así como la oruga elige las hojas más hermosas para poner sus huevos, el sacerdote deposita su maldición sobre los mejores goces” – “La cabeza, lo Sublime; el corazón, el Pathos; los órganos genitales, la Belleza; los pies y manos, la Proporción”. Blake observa que, bajo la influencia del cristianismo y sus variantes (el catolicismo, el protestantismo, el anglicanismo, etc.), no siempre ha habido un entendimiento profundo de la sexualidad humana como reflejo y prolongación de la unión de los opuestos, ya sea entre el cielo y el infierno, entre lo masculino y lo femenino, como caracterización de nuestra naturaleza divina. Si nos fijamos en la tradición bíblica, desde el Cantar de los Cantares de Salomón -uno de los poemas más hermosos que el erotismo antiguo nos ha ofrecido- a las Cartas a los Romanos del Nuevo Testamento, hay un abismo: San Pablo (el autor de las cartas) condena la sexualidad como una mancha corruptora ("bueno le sería al hombre no tocar mujer") y sólo admite el casamiento como medio para evitar las "fornicaciones". El escritor cristiano Tertuliano (155-220 d.C.) llega incluso a borrar la diferencia entre el matrimonio y la prostitución ("toda unión carnal entre hombre y mujer es un acto bochornoso"). En el libro La Ciudad de Dios, San Agustín indica que el orgasmo despoja al hombre de su conciencia y de su capacidad para distinguir entre el bien y el mal, y agrega que es sintomático que el hombre llegue al mundo entre "defecaciones y orina", en tanto que para Santo Tomás de Aquino, el acto sexual representa la contaminación del seno materno.
En el s. XVIII, época de William Blake, el pensador Jacques Rousseau recomendaba mantener a los niños en la ignorancia de lo sexual para "no estimular su curiosidad" y "provocarles asco para ahogar su fantasía". Los moralistas modernos de hoy en día utilizan en cambio la estrategia "liberal": Educación Sexual aséptica, vía explicación médica (mecánica) de "los órganos de reproducción" y de los "medios de anticoncepción", sin mencionar ni por asomo la palabra placer, muchísimo menos aún la noción de sexualidad integral o de erotismo creativo, para finalmente rubricar su "educación" proyectando videos de órganos devorados por las pestes venéreas para "prevenir" mediante el miedo y la repugnancia. Y lo que sucede es que, privado el ser humano de temporadas de celo y de su consecuente abstinencia, todas las sociedades han tratado de imponer frenos, barreras y tabúes, en el nombre de los más distintos propósitos y/o pretextos. Habría razones antropológicas de aparente validez: por ejemplo, en casi todos los grupos humanos se ha prohibido el incesto, tratando de proteger a la raza humana contra los peligros de las mutaciones genéticas; y no se puede negar tampoco que aquello de "no desear a la mujer del prójimo" -en una sociedad patriarcal y de propiedad privada- es, más que una llamada a evitar el "pecado", una conveniente precaución contra los conflictos sociales que podrían derivarse de la concreción de ese deseo. Sin embargo, también ha sucedido que la diligencia de los guardianes de "la moral" ha llegado a abismos dignos de una profusa antología del horror, en su afán por contener lo incontenible: órbitas arrancadas, manos cercenadas, cinturones de castidad, jaulas para genitales masculinos, cuerpos ulcerados, infibulaciones, castraciones, hogueras, y empalamientos son algunos de sus legados.
El cristianismo y las variantes mencionadas, fuertemente influenciados por el pensamiento platónico, convirtió la carne en sinónimo de degradación, fuente de tentación y terreno propicio para el pecado. Detrás de los ardores corporales, estaba la pezuña de Satanás, los tormentos de la culpa y la caída a los infiernos, cuando en realidad la sexualidad nos lleva ante la presencia vehemente del deseo, desaparece el pasado y el futuro, el cuerpo se vuelve puro presente, desea entregarse al gozo y satisfacerse en ese instante, sin importarle cómo, dónde, con qué ni con quién; para obtener el éxtasis puede incluso -aunque solo fuere por breves segundos- abandonarse a la seducción del dolor más atroz o de la misma muerte.
¿Qué papel juega entonces la presencia de lo erótico en medio de este panorama? Uno fundamental: el erotismo -al contrario de la pornografía- no se concentra solo en los genitales, no reduce al ser humano a una caricatura lasciva o a un fuelle hidráulico de alto rendimiento, no empobrece la vida reproduciendo en el "amor" la agresividad de una sociedad enferma ni las texturas planas del "marketing", ni el maniqueísmo de las ideologías deshumanizadoras. Por el contrario, nace de la necesidad de expresar estéticamente lo prohibido e innombrable en cuanto configura un desacato no sólo del decoro verbal de una época sino de las normas y jerarquías sociales. Si la sexualidad representa lo más reprimido y perseguido de nuestra condición humana, reafirmarlo implica dar vuelta las prohibiciones y los tabúes que conforman la hipocresía de una cultura que, por miedo a los impulsos que rigen nuestra naturaleza, ajena a los condicionamientos y las leyes, transformó la moralidad y sus normas en cárceles y ataduras. Reafirmar lo erótico, presente en nuestra conformación, es reafirmar la necesidad de una sociedad nueva en la que hombres y mujeres se miren sin culpas y sin vergüenzas, se miren libres del peso de una tradición ignorante. Si el ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (que no tiene nada que ver con ese Dios que las iglesias inventaron), entonces no hay nada que condenar: el hombre mismo, se lo mire por donde se lo mire, es modelo de perfección y belleza. Tal vez entender esta perspectiva típica de la poesía y el pensamiento romántico de Blake implique aceptar la escritura revolucionaria que todavía espera ser leída y rescatada del olvido.
Martín Palacio Gamboa